Desde hace ya varios años en México la industria cinematográfica se ve asfixiada por una política cultural raquítica. De ser una fuerte industria a mediados del siglo XX ahora ésta se encuentra atada a la liberación de presupuestos institucionales que retrasan los trabajos de producción; menguada también por los tropiezos de la burocracia cultural que decide volver rentable zonas de turismo, convertirlas en locaciones para que las productoras extranjeras maquilen a bajo costo su producción, arrasando con el ecosistema social y natural, tal es el caso de Rosarito para "El Titanic"; desplazada también por la tremenda invasión de películas de entretenimiento desde Hollywood que terminan por imponer una estética del desperdicio; hasta las varias generaciones de cineastas del CUEC o del CCC que, al no encontrar apoyo para sus realizaciones o de algún actor reconocido del star system, deciden enlistarse en las filas para la producción de videos comerciales.
Me parece que el mundo del cine, como otros sistemas de intercambio simbólico-económico en nuestro país, se autofagocita ante el diminuto circuito que gobierna e impone sus leyes. La demanda existe, pero no se encuentran los elementos necesarios para alimentar la oferta. Si un proyecto de política cultural consiste en atraer a las productoras extranjeras y ofertar la mano de obra de directores, técnicos, actores, etcétera, sin considerar el ingenio y la creatividad local, entonces no se podrá tener una industria sólida que se sostenga a sí misma. Este modelo termina por favorecer a un exiguo grupo de realizadores, actores y productores -cuyos rostros se repiten en unas cuantas películas-, y no a toda la producción que año tras año termina enlatada en bodega. Quizá, ésto se deba, en parte, a las concentraciones desiguales de la riqueza que acontecen en México, es decir: a un modelo neoliberal que sólo ha servido para atraer al capital extranjero de grandes consorcios y beneficiar a unos cuantos en detrimento, ya no digamos de las mayorías, sino de una clase media que sostiene a duras penas la pequeña y mediana empresa sin poder competir; debido también a la propia ignorancia de estas minorías que no saben hacer uso ya no del patrimonio cultural, sino de los propios mecanismos que "el poder" (así en abstracto) ha establecido en muchas sociedades. Si Hollywood se sostiene en ese reino de imágenes absurdas es precisamente porque forma parte de toda una maquinaria que alimenta una política del entretenimiento, en otros términos, de la administración del tiempo libre y del ocio que termina por aislar al sujeto e imponerse como mecanismo coercitivo.
A pesar de todas estas desventajas, la producción cinematográfica nacional -en tanto hecho cultural-, ha salido a flote, cuya movilidad al exterior coincide con algunos factores económicos y políticos como el efecto globalizador; la internacionalización de los códigos simbólicos; o el choque entre culturas debido al proceso migratorio; los cuales han sido aprovechados por algunos directores y actores. Películas como "Y tu mamá también" (2001) o "Amores Perros" (2001) gozan de fama internacional, aunque no se comparan cuantitativamente a la producción de mediados del siglo XX, y si aún conservan el mote de "nacional" no es precisamente porque el Estado esté debidamente comprometido con esta industria. No será la primera vez que la producción cinematrográfica intente abrirse a un nuevo mercado y competir con otros países, como consecuencia indirecta de la Segunda Guerra Mundial se vio beneficiada, y tanto realizadores como productores -entre los que podemos citar a Ismael Rodríguez, Emilio "El Indio" Fernández o a los extranjeros Sergei Eisenstein o Luis Buñuel-, se encargaron de construir un imaginario de "lo mexicano", de lo tradicional, lo folklórico o vernáculo, quizá por la misma influencia que el Muralismo y la Escuela Mexicana de Pintura habían ejercido en aquella época. Si se logró producir dicho imaginario fue debido a que la industria cinematográfica formaba parte de un proyecto proveniente de las arcadas del mismo Estado, cuya política cultural entrelazaba distintas maneras de hacer con el fin de moldear la "identidad" y demarcar los límites del Estado-Nación en su momento modernizador. Este proyecto terminó por convertirse en dominante cultural e imponer una visión parcial de México y de los países latinoamericanos en general, que desde entonces ha permanecido inmóvil y cuya estabilidad cambiaria sirve sólo para satisfacer el consumo extranjero en tanto mercancía de turismo cultural o mexican curious. En nuestros días, la televisión ha desplazado al cine y se encarga de producir y exportar ese imaginario, las telenovelas son un claro ejemplo, no obstante la industria cinematográfica no deja de ejercer cierta influencia.
Babel o el paraíso perdido del lenguaje
En una época en la que las fronteras geopolíticas siguen construyendo muros, mientras los lenguajes pierden sus confines por la estandarización de los códigos internacionales; en donde el ejercicio de la visualidad ejerce su predominio como estimulación sensorial sin motivar la reflexión crítica; o el desplazamiento de la política comunal por una ética del consumo individual; me parece necesario el análisis de ciertos fenómenos o productos culturales que no se inscriben dentro de los marcos de la manufactura artística o de la "alta cultura" y que, sin embargo, ejercen tal influjo por los complejos tramados estéticos, políticos y económicos que tejen.
De antemano sabemos que el cine es ficción, pero no deja de tener elementos de realidad, o en su defecto de producirlos, que terminan por convencer a los ojos extranjeros sobre una situación determinada. A este respecto, Alejandro González Iñárritu se ha encargado, tal vez sin proponérselo, de producir un imaginario muy particular del escenario social en México. Su película emblemática y que lo internacionalizó, "Amores Perros" (2001), construye una peculiar manera de entender la realidad mexicana. Esta película se configuraba como un complejo tramado meta-narrativo en el que se suporponían los planos espacio-temporales, es decir, más allá de lo que cuenta la historia misma, es la cinematografía que hace uso de planos, secuencias y movimientos de cámara. He querido denominar a esta manera de contar narración rizomática, precisamente por el montaje poli-angular de las secuencias, esto es, un mismo hecho contado varias veces desde distintos puntos de vista. Curiosamente, una manera de contar que se separa de la tradicional manufactura de cineastas como Ripstein o Arau -que se preocupan más en la historia y en el desempeño de los actores-, a pocas luces parece más moderna o deslumbrante en el manejo de la cámara y la edición, casi como el género de acción. Precisamente, en su más reciente estreno, "Babel" (2006), esta singular manera de contar ha sufrido una metamofósis. Si en su anterior película había elementos narrativos que ponían en crisis la identidad (nacional, sexual, de género o de clase social), en "Babel" esta crisis se potencia desde el exilio; no sólo están presentes las dicotomías entre lo moderno y lo que está en vías de serlo, entre una sexualidad heterónoma y una sexualidad amorfa o autárquica, entre una estética paroxista o del exceso y una estética repulsiva. Esta crisis está mediada por el lenguaje o, mejor dicho, por su sentido obtuso o no develado, al título de "Babel" le sigue otro: Listen. González Iñárritu resume su proyecto como un "problema de comunicación" quizá como anécdota detrás de la crítica que pone en marcha, pero abandonar la película a este epílogo simplista sería condenarla a una lectura superficial y a un lugar común. Si la problemática de "Babel" fuera sólo una cuestión entre el emisor y el receptor, habría que dejar de lado al lenguaje, el deseo y la sexualidad que conforman este zigurat posmoderno.
En "Babel" surgen tres escenarios (Marruecos, Japón y la frontera Tijuana-San Diego) que están vinculados por un objeto: un arma que transforma esta vez, como una lámpara maravillosa, sin conceder ningún deseo. En el desierto, un jovencito se entrega al onanismo inconcluso y al voyeurismo machista, cuya vinculación amorfa entre el ojo-pene-fusil y la mirada-semen-bala opera como el elemento ajeno que penetra el cuerpo de la mujer extraña (Cate Blanchett). El asalto es una sexualidad desbocada que viola la norma. Semejante acto de adulterio, parece sentenciar el final de la película, merece ser castigado, aunque sea transfigurado mediáticamente como acto terrorista. Al mismo tiempo y en el segundo de los escenarios, una adolescente anómala (Rinko Kikuchi) se somete a la confusión que la orfandad le ha provocado, el cuerpo y sus pasiones aún sin explorar, la confinan a la alienación linguística: la falta de madre es la carencia del lenguaje como sistema organizador de los significantes (de las palabras). El vórtice crece cuando esas pasiones se ven estimuladas por agentes externos; un narcótico o una mirada. Anómala también en otro sentido, pues ante el trauma el teléfono móvil sirve como prótesis, opera como parangón entre la modernización citadina (aturdida de exoesqueletos) y la villa virginal o rezagada; aquí, el celular o la televisión, la prótesis, median como prolongaciones de la comunicación sin ser verdaderamente exitosas. Finalmente, el último de los escenarios dibuja un paisaje exótico donde un acto simbólico de pedofilia pervierte la "inocencia" del sueño americano en tremenda pesadilla trashumante. Momento cúspide: la entrega a las pasiones y su degeneración orgiástica in crescendo conforme avanza la celebración. Amelia (encarnada por Adriana Barraza), una de las tantas trabajadoras ilegales de la frontera, se deja abrazar por el deseo que fluye en el momento catártico de la fiesta, mientras las imágenes de la meta-narración se despliegan en un completo desorden temporal, quizá como los mismos recuerdos. Al momento póstumo del festín tribal e idólatra le sigue la reaparición en escena de la ley y la norma, pero esta vez como ética de la represión pues de antemano sabemos que estos mecanismos no dejan de ser hipócritas, ante la cual Santiago (Gael García Bernal) reacciona con indulgencia y no se deja someter tal vez como consecuencia de los tantos años de humillación y maltrato; la persecución se desarrolla como en la mejor de las secuencias de las películas de acción, un hecho que, en lo particular, carece de motivación. Lo que parecía en principio un sueño suerrealista (ese paseo voraz por las calles de Tijuana que deslumbra a los dos pequeños "gringuitos"), se convierte en la realidad cotidiana de la infraestructura tercermundista. De ahí se desprende que las sociedades "en vías de desarrollo" malbaraten su mano de obra (su hardwork) para manufacturar las ideas y los diseños (el softwork) de las "sociedades adelantadas". La antigua dicotomía platónica entre lo inteligible y lo sensible se divide ahora entre superestructura e infraestructura, la primera representada por los países otrora colonialistas o "avanzados", y la segunda por los países aún colonizados o "en vías de desarrollo". Esto debido al desplazamiento que ha sufrido la fuerza de trabajo o "esfuerzo" en las sociedades adelantadas y cuyo sistema económico informacional no se ha desprendido totalmente de la materia seductora con la que está hecha la mercancía.
La crisis termina donde comienza el conflicto: una serie de eventos desafortunados había rodeado al modelo hegemónico de la pareja blanca-heterosexual-monógama, cuya inestabilidad emocional vacilaba cuando se enfrentaba con el "otro": ante lo extraño más vale permanecer unidos. La pareja sale exitosa y vuelve al orden establecido cuando las sexualidades amorfas de los otros personajes -representadas por el prepuber marroquí, la adolescente sordomuda japonesa y la babysitter transfronteriza-, son apaciguadas. Esta dialéctica entre crisis y conflicto se vuelve una maquinaria que no puede detener su curso, y que parece evidenciar el tan cacareado "choque de civilizaciones". Así, estas sexualidades autárquicas, pues no se dejan gobernar por la norma social tan sólo en el momento en que la regla se impone, obedecen a una estética del gasto cuyo agenciamiento se vuelve zona límite. Este "final feliz" lo condecora la ley y la norma: expulsando a los ilegales, encerrando a los "terroristas" y confinando a los "anormales" a la soledad.
De "Amores Perros" sólo queda una narración temporal, un comentrario local sobre un acontecimiento en la aún urbe más grande del mundo; mientras que de "Babel" deviene toda una crítica puesta en crisis, debido a que no deja de parecer pro yankee al repetir los esterotipos; y se vuelve no una verdad universal, pero sí un comentario global por el momento que las sociedades viven actualmente, cuyo tejido espacial y su ubicua temporalidad se encuentran sumergidas en la iconósfera establecida entre centros y periferias.
© Texto por Marcelino de la Foresta,
Utrecht, Países Bajos, noviembre de 2006.