Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.
Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.
Luis Cernuda
Podríamos imaginar una fábula en la que un pequeño grupo de hombres (como máximo unos centenares de personas en todo el planeta) trabaja encarnizadamente en algo muy difícil, muy abstracto, absolutamente incomprensible para los no iniciados. Estos hombres siempre serán unos desconocidos para el resto de la población; no tienen poder, fortuna u honores; ni siquiera hay alguien que entienda el placer que les procura su pequeña actividad. Sin embargo son la potencia más importante del mundo, y lo son por un motivo muy simple, un motivo muy pequeño: detentan las claves de la certeza racional. Todo lo que declaran verdadero, el resto de la población lo reconoce tarde o temprano como tal. Ningún poder económico, político, social o religioso es capaz de enfrentarse a la evidencia de la certeza racional. Podemos decir que Occidente se ha interesado más allá de toda medida por la filosofía y la política, que ha luchado del modo más irracional por asuntos filosóficos o políticos; también podemos decir que occidente ha amado apasionadamente la literatura y las artes; pero en realidad nada va a pesar tanto en su historia como la necesidad de certeza racional. A fin de cuentas, Occidente ha terminado sacrificándolo todo (su religión, su felicidad, sus esperanzas y, en definitiva, su vida) a esa necesidad de certeza racional.
Michel Houellebecq
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Éste no es un relato en el que haya una condición equitativa entre las partes, nuestra posición es más bien la del panóptico que figura entre aquellos hombres que aún se llaman así mismos “trabajadores”. No somos mas que el observador-observado en el que nuestra propia condición de alienados –tanto por los límites del lenguaje, la raza, la condición cultural y el nivel de educación–, señala una diferencia tal que nos impide integrarnos por completo. No somos mas que el “otro” que navega entre los “otros”. Un panóptico que adopta otra postura, pues ya no es vertical ni hegemónica, sino horizontal y sincrónica. Ritmos, como se denominaría a la oscilación entre tiempo y espacio específicos y gasto de energía empleado, para entender la historia, o el “acontecimiento”, en términos de compases sincrónicos, fuera del añejo determinismo bivalente de la causa-efecto. A la vez se trata de una práctica de voyeurismo antropológico, un ejercicio de geografía visual para explorar el “topos” del lenguaje que no ha sido del todo examinado, aquellos rincones en los que se deposita el asalto o el desconcierto, de donde provienen, muchas veces, los sonidos y las grafías que se discuten un lugar en la lengua y el habla de los individuos. No negamos el placer que nos produce ser “espía” de estos hombres, siempre bajo el estatuto de la mirada, –puesto que nuestra condición no puede ser otra–. Una mirada que los penetra cual microscopio del alma, los inspecciona, los examina y que en esa medida los captura en las galeras de la memoria, no sin antes haber sido auscultado por ellos. Nuestra voz no es más que un “retrato” de lo que sucederá, más aún, la voz que no se pronuncia, aún… y que en ese sentido oscila entre el silencio, el vacío o la carencia hasta el momento de su enunciación. Arqueología de lo que viene, de lo que está por convertirse en ruina, en huella, en memoria...
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El acontecimiento
El uniforme ha desechado la tela para volverse parte integral del cuerpo, a tal grado que se ha adherido a la carne como el trapo viejo absorbe con lentitud el agua derramada en el suelo. Esta segunda piel no requiere de las siglas de la empresa, el logotipo o algún color distintivo, tan sólo basta con hacer del cuerpo del empleado, cual cicatriz, el sello distintivo del cansancio. Tatuaje del capitalismo que rebasa los límites de la membrana para inscribirse en lo más profundo del individuo –si se prefiere, en sentido romántico, podemos llamarle como alguna vez le conocimos con el nombre de alma–.
Después de recibir la llamada de F y de haber abordado la camioneta de la empresa que nos conducía a la “fábrica” a las afueras de la ciudad, a uno de los otrora "lugares de encierro", la noche se perfilaba misteriosa, en cuyo seno se depositaba el desconcierto. Llegué al “lugar” e intercambié mi identificación por unas llaves, y la metáfora no es excesiva cuando aún hoy recuerdo que ahí abandoné mi identidad por cuestión de horas. Deposité mis pertenencias en el locker y me dejé guiar por el sudaní que apenas había pronunciado su nombre en un inglés deformado por la falta de educación, en reciprocidad le había contestado con el mío. A pesar de lo atropellado del lenguaje, nuestra charla “tuvo lugar”…
Al subir a la cantina tenía tal cara de desconcierto que uno de los hombres que venía en la camioneta, y que no reconocí sino hasta el momento de iniciar nuestra plática, me hizo una seña y se dirigió a mí inmediatamente en español. Resultó que el tal Karim era marroquí y había vivido en E durante largo tiempo, lugar donde tenía su negocio, un modesto bar que compartía con su hermano; lugar donde había conocido a la que ahora es su mujer con la que tiene una pequeña niña de escasos cuatro años. Su español, con varias deficiencias por causa del olvido, apenas articulaba algunas ideas que pude entender. La espera se hacía larga conforme avanzaba la plática, pero pude notar que su cara reflejaba cansancio, y me daba la impresión que no estaba totalmente convencido de vivir en H. Pude percatarme que cada vez que pronunciaba "E" los ojos se le llenaban de alegría y nostalgia a la vez, definitivamente era la tierra de su esperanza, un lugar cercano a casa donde los amigos y la familia abundaban, pero que ahora parecían más lejanos que nunca. Me parecía que había abandonado el lugar que le había dado trabajo, amigos y que en algún momento le había proporcionado la posibilidad de enamorarse. Una sombra gris rondaba sobre él, y su expresión de inconformidad se hacía más fuerte a pesar de las sonrisas que esbozó mientras me contaba su vida. Su situación ahora es la del desarraigo, exilio del paisaje que le proporcionó identidad, precisamente, porque los amigos, los abrazos y las palabras tiernas se tornaron insuficientes ante la dificultad de encontrar un trabajo estable.
Esta vez no me sentí como traidor, ese sentimiento disminuido ahora, había cedido el paso a otro más incierto aún, creo que me encontraba desconcertado y hasta humillado. Me parecía que estaba siendo víctima de una estrategia postcolonial para humillar al "otro", al "subalterno económico" que no tiene oportunidad de adaptarse a la sociedades postindustriales por diferentes razones, entre ellas el idioma, la diferencia racial, sexual, religiosa o la educación. El lenguaje usado como arma para doblegar la voluntad del sujeto; como respuesta, una estrategia usada a la inversa, micropolítica del lenguaje que reacciona y fricciona ante el embate.
Pasada la media hora y a punto de empezar la jornada nos dirigimos hacia un enorme pasillo lleno de rieles, una secuencia de costillas que figuraban una monumental columna vertebral de algún organismo. En ellos se deslizaban montones de cajas de cartón a veces envueltas en su segunda piel; el suave plástico transparente que se estría en su exterior. Rieles que desembocaban en camiones de carga que se intercalaban cada hora y media cuando el vacío del interior se tornaba inaccesible. El lugar era lúgubre y al entrar al interior vacío de los trailers el ambiente se tornaba frío, como una cueva moderna que satura su espacio lentamente de aquel "objeto del siglo" que envuelven las cajas de cartón, y que deben su condición a la producción serial, a la matriz que las engendró. Definitivamente un gran sistema donde los órganos no sólo son las cajas inertes, sino los "obreros". Un sistema que inocula la metástasis de su información en los contenedores. Más que producción, el asunto se centra en la distribución, en la transmisión de aquellos objetos-imagen que son la mercancía. Para tales efectos ya no hacen falta las hordas de empleados que desfilaban a lo largo y ancho de las fábricas, además de que han sido sustituidos, paulatinamente, por máquinas y aparatos que resumen su fuerza. Lugares de encierro que ya no están destinados a la producción, tan sólo a administrar y distribuir lo que dejan los objetos a su paso. Un mecanismo de poder que se ha terminado de implementar en la vida cotidiana de los sujetos y que ha cedido el paso a las sociedades de control.
A los pocos minutos de haber ingresado al interior de dicho organismo, nos ubicamos por pares al interior de cada contenedor y la jornada comenzó monótona; consistía en mover cajas de un lugar a otro en un compás repetitivo y carente de ritmo, seco y estéril que poco a poco se introdujo en el bioritmo natural del cuerpo para manipularlo como una marioneta. Poco a poco la velocidad de este compás se incrementó sin alterar su ritmo, tan sólo para hacer más ardua la jornada. Jamás hubiera imaginado que aquel hombre, con el que había intercambiado unas cuantas palabras horas antes, compartiría conmigo, en el transcurso de la noche, la foto de su hija que guardaba en su móvil. Tan sólo una señal de camaradería. Unos cuantos segundos bastaron para contemplar la foto de su hija en el interior oscuro de aquel lugar que me había despojado de mi identidad. La escasa luz que emitía el teléfono iluminó su cara mostrando el encanto que le producía, y me dejó ver la pequeña sonrisa que se dibujó en su rostro haciendo menos oscuro el encierro que nos gobernaba. Tal vez un “lugar común”, pero finalmente un “topos” en el que ocurrió el encuentro. Es cierto, el “aura” se deposita todavía en las fotografías de retratos, quizá por el efecto metonímico que la misma fotografía produce al anularse como medio para mostrar el referente como la cosa en sí. Fatalidad de la fotografía o simulacro de nuestra mente, tan sólo la alegría que arrancan dichos dispositivos para salir a flote. En aquel instante me pareció que la luz de su móvil poco a poco dejó de iluminar, como una vela a punto de extinguirse, el interior oscuro de aquel lugar que me había convertido en un número, un código que me ubicaría en las coordenadas de aquel sitio, en el cual me encontraba encerrado, prisionero, atado, donde se cancelaba la posibilidad de ubicarme detrás de mi y mirar por encima de mi hombro por espacio de ocho horas.
Las distintas actividades se jerarquizaban de acuerdo al conocimiento de los códigos, sólo aquellos que los conocían podían acceder a los aparatos que superan al individuo proporción, otras veces se dividía de acuerdo al sexo. Mi “trabajo” consistía en acumular, de manera más o menos organizada y paulatina, cada una de las cajas que se deslizaba por el riel, de tal manera que tenía que ordenar las más que pudiera en el menor tiempo posible. Al empezar la tarea los músculos de mis brazos poco a poco cedían al peso de las cajas y al gran número de ellas. Mis músculos, adormecidos y atrofiados por la falta de trabajo, del esfuerzo que implica cargar las cajas, se colapsaban casi hasta el abandono. El tiempo se volvía infinito al interior oscuro, apenas alumbrado por una lámpara de luz mediocre que iluminaba los distintos tubos de acero que daban forma al riel en un ritmo de secuencia progresiva, que coincidía con la marcha de las cajas por su superficie. Con el paso del tiempo el frío se volvía apenas perceptible debajo de la escasa ropa que llevaba y al calor que mi cuerpo generaba debido al ejercicio. Algunos segundos de descanso, cuando no aparecían sorpresivamente las cajas sobre la rampa, me permitían estirar las piernas y los brazos y bostezar en señal de agotamiento por mi desacostumbrada labor. Pero, en definitiva, no se trataba más de trabajo, tan sólo esfuerzo alquilado para unas cuantas horas. La actividad que le diera identidad al homo faber se diluye como tal en el panorama que prefiguran las sociedades postindustriales. Su transformación obedece en parte a la dinámica económica que impera en la era global, y en parte al desprecio que ha sufrido la producción. El hecho de manipular el mundo, de otorgarle otra forma y otra materia, se ha suspendido. No se ha cancelado del todo, puesto que son las periferias, en su mayoría, quienes se dedican a producir dichos artículos que proveen de fascinación. Ahora entiendo porque se ha enmascarado el sudor y el "mal" olor con perfumes y lociones antitranspirantes, tecnologías que ocultan los olores naturales del cuerpo y que borran el pasado obrero que la sociedad posindustrial detesta, pero que se contradice al necesitar de esa "fuerza acumulada" del "obrero". Ahora entiendo porque las oficinas del actual burócrata o "secretario de la información", a diferencia de los lugares fríos y oscuros que son los lugares de encierro, tienen otro tipo de iluminación y otro tipo de mobiliario en el que no se requiere de esfuerzo para desempeñar las tareas correspondientes, se trata de otros dispositivos, ortopédicos a fin de cuentas, para educar el cuerpo: en otros términos, otra economía y ecología de los dispositivos sobre el cuerpo. Ahora entiendo el sueño de los artistas-productores en ver en ese conjunto de hombres, de manos, la posibilidad de manipular el mundo a gran escala, ese sueño pospuesto que nació en una fábrica, que nació de una fábrica…
Una vez de vuelta a la tarea, cuando la rampa se saturaba de nueva cuenta, un leve sentimiento de odio se apoderaba de mí al cargar las cajas, y las más pesadas terminaban azotadas en el suelo del camión; otras, con un pequeño adhesivo que las cubría con la palabra "frágil", eran doblemente maltratadas para probar la resistencia del empaque. Uno aprende a odiarlas por el dolor que le causan al cuerpo, y a veces, hasta perder toda noción ética al respecto. El dolor no es el único dispositivo coercitivo sobre el cuerpo del empleado. El cansancio acumulado, la rutina, la falta de música o la risa pospuesta se insertan como mecanismos de fuerza que friccionan el cuerpo del sujeto: fricción porque opone resistencia, la del sujeto, ante el constante y desgastador dispositivo disciplinario del trabajo. La solemnidad arrastra hasta los umbrales del aburrimiento a tal punto que sofoca la imaginación y el ingenio. Función ortopédica que intenta sujetar al individuo, que pretende aprisionarlo en aquella cárcel temporal que es la fábrica y cuya fuerza menguada aún resiste ante la tentativa por colonizar su voluntad. Si algo ha aprendido el capitalismo del fascismo no ha sido otra cosa que su forma de organizar la economía de la segunda mitad del siglo XX y a dosificar los esfuerzos del "trabajador": ocho horas diarias bastan sin ser excesivas, pero al fin y al cabo diarias, por el resto de sus vidas... Campos de concentración que invierten y dirigen la fuerza de trabajo de los empleados hacia los ahora ghettos de consumo, en cuyas ocho horas corresponden en magnitud a una vida destinada al trabajo forzado, a la bala, o a la falta de alimento de aquellos sitios que los despojaba de su condición humana.
Pasada la media noche sólo veía cuerpos envueltos en ropas manchadas, manos cubiertas por el polvo y maltratadas con rasguños que ocasionaban las cajas, espaldas encorvadas y caras uniformadas con la misma expresión de abandono ante lo inevitable. El reloj desgranaba lentamente los minutos postergando la hora de la salida. El agobio dominaba la escena, sin embargo, los sabores de la comida me sacudieron de mi situación, removiendo por momentos el tedio y el fastidio.
Lo que parece innegable es el “fantasma” que ronda en esos lugares, el espectro de lo que alguna vez sostuvo una hoz y un martillo que simbolizabaron su fuerza. Ahora sólo quedan cuerpos cansados que han sido desarmados, cercenados en sus extremidades –discapacitados–, y que en lugar de herramientas que les concedían la facultad para manipular el mundo, ahora portan prótesis que, con tan sólo apretar un botón, resumen el trabajo de unos cuantos hombres. Disminuidos en número y en capacidad, las prótesis han menguado sus fuerzas y han terminado por sustituirlas en potencia y proporción. Terminada la jornada, dichas prótesis son abandonadas, y los cuerpos disminuidos apenas recuerdan, con una expresión de desconcierto, la presencia de aquellos miembros que les han sido amputados, sin embargo, parece que aún guardan en la añoranza, en aquello que extrañan, el poder para liberarse.
Semanas más tarde regresé a la misma fábrica con la intención de volver a ver a Karim. Él ya no me reconoció. Un compañero de trabajo me dijo alguna vez que las personas te transforman; sus gestos, su lenguaje, su mirada, su expresión. Definitivamente había sido transformado por el encuentro con Karim, pero qué tanto yo lo había transformado…
La familia, la escuela, el hospital, la fábrica o la prisión formaban los dispositivos de las llamadas “sociedades disciplinarias”, su momento de crisis ha dado cabida a las llamadas “sociedades de control”, cuya diferencia radica, principalmente en el estado en el que se encuentran. En ese tránsito la fábrica ha dejado de ser lo que era, el trabajo se ha modificado, y el obrero se ha tornado en fantasma, entre otras cosas. Convendría preguntarse cómo se define esta geografía inestable y nómada, donde los mecanismos de fuerza ejercen presión sobre el cuerpo para coercionar y doblegar la voluntad del sujeto ¿Qué ha pasado con los “espacios de encierro”, con sus “prisioneros” y con sus “carceleros” en esta realidad móvil?
Es cierto, la técnica consiste en un proceso de des-centramiento y re-centramiento, es un hecho que se define como un proceso que separa y acerca, que aleja y aproxima, que cercena y dota, unas veces aliena y otras no, sin embargo, lo que parece innegable es que señala algo entre el sujeto y el mundo exterior, señala que ahora hay algo entre los dos. La técnica no sólo incide en el “empobrecimiento de la experiencia”, resulta una visión parcial, en todo caso opera como una ventana, nos protege del abrasador frío o del corrosivo calor al mismo tiempo que nos permite observar la belleza del paisaje, siempre y cuando éste exista todavía…
De por qué Yo quiero a América, pero América no me quiere
Siete horas mide el Atlántico, tan sólo siete horas separan a Europa de América. Hoy, en el mapa del mundo Europa sigue apareciendo al centro, y entonces la pregunta consiste si en ese mapa alguna vez América suplantará a Europa. Por supuesto, la pregunta guarda cierta ingenuidad, pero también cierta maldad en su enunciación (en todo caso no es sólo cuestión de espacio, sino de tiempo). Por un lado, imaginar a América en el centro supone modificar la cartografía global en función de un centro hegemónico que esconde todo deseo imperialista; esta vez sólo un cambio de coordenadas a nivel simbólico. Sería también pasar por alto que los centros han cambiado de eje, que su localización se ha vuelto inespecífica, móvil, flexible; y por lo tanto desconocer el papel relevante de la intervención de la otra América en el orden económico y político mundial. Pero en última instancia significa invertir la dialéctica hegeliana sobre el amo y el esclavo, aquella que ha conocido América, y otros lugares del mundo, en un sólo sentido; una dialéctica que el proyecto de progreso racional, engendrado con el Iluminismo europeo, ha extendido a lo largo y ancho del planeta. De cierta forma, América está al centro, pero se trata sobre todo de la otra América: aquella que ha hecho del imperio de los sentidos el porvenir de uno solo; aquella que ha mimetizado y minimalizado la forma sólo para evitar la desavenencia; aquella que ha hecho de la lengua la extensión de sus fronteras, la cual ha penetrado –en su forma ideológica– el paladar de la consciencia; pero no es a ella a la que nos queremos referir, aunque de cierta manera las consecuencias de sus actos se viertan en el discurso.
Siete horas hacen la diferencia, quizá no la profundizan, pero si la retrasan. Surge la pregunta si la avanzada de la modernidad europea equivale a esa duración, si la diferencia entre una sociedad posindustrializada y una que todavía se dedica a producir bienes corresponde a ese tiempo, y tal vez a ese espacio. La pregunta surge ¿por qué el tiempo de la modernidad inicia en tal meridiano, cuando se supone que comienza en el horizonte? De lo que a primera vista parece evidente es que las ciudades en Europa tienen otro tiempo distinto a las de América; en las primeras se respira la nostalgia por el pasado, en las segundas la nostalgia por el futuro . En cualquier caso es indiscutible que se necesitan nuevas herramientas para medir la modernidad que se vive hoy día, para dar cuenta de su espacialidad y su temporalidad, así como de las resonancias que sus ritmos provocan ya no en su estado sólido, pero sí tal vez en su estado líquido . Y, entonces, Habermas se vuelve inevitable al plantear la cuestión de la modernidad como un “proceso inacabado”, a lo que convendría agregar ¿qué sucedería con este proyecto en la realidad de América ? Plantear la pregunta sobre la modernidad no obedece sólo a una cuestión histórica en el sentido de examinar el origen del término y los distintos usos que han adoptado en el devenir del tiempo. Por el contrario, se trata de una pregunta en sentido semántico en el que se averigüe el significado vinculado a dicho concepto en relación con el discurso contemporáneo del estado actual de la cultura: lo que significa no sólo revisar su devenir geopolítico o económico, sino biopolítico , en el contexto nómada que las sociedades de la actualidad adquieren en sus límites.
El discurso ya no es sólo continental, su geometría se ha visto trastocada por las turbulencias de los centros y de las periferias; sus movimientos, sus vaivenes, sus ritmos… Una de las problemáticas en nuestra presente aldea global que se ha generado con el proyecto moderno ha sido el de los flujos. Ya no se trata solamente de las migraciones de las zonas rurales a las ciudades que en otros tiempos obedeció a la creciente industrialización de los centros urbanos en detrimento del campo, cuyos beneficios pretendían favorecer a las mayorías. En su lugar, pareciera que la fuerza centrípeta de las ciudades, en su otrora contexto local, se ha modificado para dar lugar al campo de atracción de otro tipo de configuraciones de poder que se definen en las sociedades postindustriales, cuyo desarrollo coincide con el de una economía mundial interconectada por la red donde se agiliza el intercambio simbólico ya sea por razones de tiempo o espacio. Estos campos de atracción terminan por atraer a aquellas inmensas mayorías que, ya sea por una necesidad postcolonial o de otra índole, poco a poco han modificado las líneas fronterizas de la añeja construcción del Estado-nación para generar, en primer lugar, otro tipo de paisaje geo-lingüístico, y posteriormente nuevas disposiciones económicas, políticas y sociales: un exilio masivo que va de Europa del este al centro; de sur a norte en el continente americano; o de África a Europa en sus múltiples direcciones, entre otros. Este tipo de intercambio no sólo es en un sentido, también las periferias ejercen otro tipo de atracción no sólo por sus materias primas sino por su fuerza de trabajo en extremo barata, basta señalar la petroguerra desatada en Oriente Medio con el pretexto de las “armas de destrucción masiva” y la necesidad imperante de una reforma que construya un modelo artificial democrático, basado en el libre mercado, que pretendía liberar a los iraquíes del yugo tirano de Hussein. Pero hasta dónde este impulso migratorio se debe a una necesidad postcolonial –un proceso inacabado entre culturas que tiene la apariencia de una deuda genética¬¬–, cuya posibilidad se ha logrado, en parte, a la homogenización de las culturas a través de una sola lengua.
El cambio surge principalmente en la dinámica que los centros y las periferias producen en el seno de la producción, distribución (administración) y consumo no sólo de la mercancía sino de su signo, es decir, no sólo del objeto material, sino de su codificación (marca) y su imagen (desplegado imagológico que la sostiene o marketing). En su mayoría, los centros postindustriales han dejado de elaborar bienes de consumo para centrarse en la administración de símbolos que sustituyen a dichos objetos, y en su lugar, han sido las periferias quienes se dedican a la manufacturación de la mercancía como tal. Parece, entonces, que la antigua dicotomía platónica entre la idea y el cuerpo ha cobrado un sentido utilitarista en el contexto de una macro escala global. El diseño, en tanto concepción del objeto –su idea–, se produce en los centros, y en las periferias es donde se maquila la mercancía, cuya fuerza del subalterno económico equivale al cuerpo que la moldea. No se trata más de gobernar la forma, sino la idea que la produce. Es cierto que a diario pasan por nuestras manos artículos hechos en el interior para el exterior, como los de Korea, Taiwán, Vietnam y muchos más, pero son los productos de las marcas como Levi’s, Nike, General Motors, IBM, Vans, Diesel entre otras, hechos en zonas de libre comercio que se fabrican en el exterior, en sus llamadas plantas de procesamiento gobernadas por contratistas a su servicio, para consumo interno. Las fábricas de los centros han cedido lugar a las empresas, o como explica Naomi Klein , son estas últimas quienes ahora gobiernan los símbolos y destituyen la producción a un segundo plano. En su lugar, el valor añadido que provocan las marcas se ha vuelto de primer orden y toda la producción que antes se realizaba en los centros ahora se “externaliza”, se vuelve asunto de las periferias extranjeras-extrañas, por su barato costo de realización.
Esta transformación en la producción señala, principalmente, el cambio efectuado en el esfuerzo. Desde finales del siglo XVIII a mediados del siglo XX la producción había estado basada en la fuerza del trabajador que gradualmente se ha ido sustituyendo por máquinas y aparatos. A partir de la segunda mitad del siglo XX la producción se constituyó con un matiz diferente que va del puño al índice , dejando de lado la antigua lucha de clases entre el propietario burgués y el obrero y transformando por completo la esfera pública y privada. Finalmente, se ha despojado al trabajador de aquellas herramientas (como la hoz y el martillo) que alguna vez le dieron identidad, para dotarlo de extensiones (o prótesis) que amplifican su fuerza y que lo disminuyen en número evitando su concentración u organización, y que de alguna manera diluyeron o confundieron su identidad.
Así, esta dinámica se ha organizado bajo la batuta de un lenguaje internacional –cuya apariencia minimalista basada en pares binarios sirve para evitar la confusión y facilitar la comunicación, según los lineamientos de la eficiencia–. Dicho código internacional empieza a ser el “habla” de un pequeño grupo de personas o “especialistas” que saben decodificarlo –interpretarlo–, y cuyo sentido descifrado generalmente se transmite en el esperanto de las naciones: el inglés . Así, quienes poseen la información requerida pueden ingresar en el régimen de alquiler laboral que la propia dinámica del flujo impone y cuya actualización es importante para mantener las competencia técnica, donde la alienación se hace evidente en el momento de no poder compartir el código. La problemática consiste no sólo en considerar que estos antiguos obreros se han transformado, tal vez, en secretarios de la información, sino en considerar ¿Por qué hasta el momento sigue habiendo desplazados o subalternos incapaces de ser propietarios? En última instancia, de sus propias materias primas o de organizar su propia fuerza de trabajo, ya sea por una cuestión del lenguaje, educación, raza, o diferencia cultural en el seno de los flujos transfronterizos, cuyo sentido de comunidad se ve desbordado y donde el desarraigo, la alienación o la distancia se vuelven su “lugar”.
El problema de la modernidad líquida es que todo fluye, pero la mayoría de las veces por extraños caminos, de igual forma resulta difícil asirse en la vorágine de su realidad telemática que gobierna su espacio y tiempo. ¿Qué nos queda ante el desolado panorama que nos presenta el flujo de esta modernidad cuando desertifica lo real? ¿Cómo frenar su avance o como abordar el ritmo acelerado que genera sin perdernos en el simulacro de su mapa?
Notas sobre la dialéctica del receptor y el emisor amoroso
Ante este horizonte nuestro análisis se centra en el cambio de esta fuerza de trabajo que se ha visto modificada por la tecnología y sus choques culturales, cuyas transformaciones han terminado por desarmar al otrora trabajador que sostenía al mundo en sus manos para otorgarle no sólo de extensiones, sino de prótesis que lo suplantan en número y fuerza. Nos interesa también señalar el tipo de alienación que sufre este obrero informado (o subalterno económico ) en el contexto de un intercambio global donde el lenguaje, los usos y costumbres se ven trastocados y vueltos frontera; pero también las posibilidades que tiene para evitar dicha enajenación. Para conseguir este propósito es necesario invertir la dialéctica sobre el amo y el esclavo, que va del reconocimiento del sujeto moderno –en especial el prototipo masculino, blanco, occidental– en oposición al Otro –vinculado con lo extraño, lo monstruoso o lo endemoniado y en el mejor de los casos con lo virginal, lo puro, lo exótico o lo perpetrado en el tiempo– , y cuyo desarrollo ha correspondido, en gran medida, al proceso de colonización. Para responder a esta necesidad postcolonial proponemos una dialéctica entre el emisor y el receptor cuyo reconocimiento de ambas partes ya no reside propiamente en ellos, surge en las mutaciones no sólo del habla, sino de la lengua; aquellas que se construyen y se destruyen (o aquellas que se pronuncian y se callan) a diario en los límites del Estado-nación y cuyo silencio se ha vuelto arqueología.
¿En qué consiste dicha dialéctica? Por principio de cuenta nos referimos a una dialéctica del emisor y el receptor en su sentido más llano, claro y directo, cuya función comunicativa es la base. Sin embargo, nuestra intención es potenciar dicha estructura al grado de encontrar los intersticios que se originan en el encuentro de dos diferencias para generar una tercera, donde el lenguaje opera en múltiples direcciones. Que mejor arena que el terreno en el que se encuentran las fronteras políticas hoy día, donde se resguardan las posibilidades detrás del lenguaje, del habla y la lengua, cuyo “otro” sentido desborda, interfiere o desterritorializa la gramática de los códigos.
Todo mensaje necesita una fuente emisora, una fuente receptora y un canal en el que pueda desarrollarse dicho evento. Así es como en 1961, Roland Barthes comienza su ensayo sobre “El mensaje fotográfico” en el que desenmascara la ideología (mitología) realista que se oculta tras la imagen fotográfica, y quizá detrás de los propios medios de comunicación como la prensa o los anuncios (advertisment). Si alguno de aquellos componentes falla, entonces el mensaje se retrasa o se pierde y por lo tanto la comunicación fracasa, sin embargo, es importante señalar que el proceso de comunicación, en el caso del habla y algunas veces el que producen las imágenes técnicas, se puede llevar a cabo a pesar de que el mensaje contenga ruido o sea redundante, precisamente porque la comunicación no es directa, continua, completa o lineal, sino pausada, discontinua, fragmentada y no lineal.
Para la teoría de los media (Media Theory), el medio en el que se produce el mensaje tiene un papel relevante porque afecta tanto al receptor, al emisor y al mensaje, y sobre todo porque el mismo medio propicia un ambiente (environment), “un espacio o esfera de interés en el que los usuarios del medio se pueden entender unos a otros porque comparten una peculiar manera de ver, prefigurada por el medio” . El lenguaje es el principal medio en el que se transmite un mensaje, ya sea a través de distintos canales como la palabra o el papel para referirnos al lenguaje oído-hablado o leído-escrito. Sin embargo, el habla, explica Barthes, se define como el uso particular que los individuos hacen del lenguaje; y la lengua sería la parte consensada entre los individuos, en este caso, circunscrita al contexto cultural, es decir, el código que se comparte en una comunidad. El territorio en el que se desarrollan las actuales “culturas híbridas” consiste precisamente en que la lengua y el habla no se sustentan en el mismo ambiente (environment), ya que éste carece de un espacio específico porque se modifica constantemente, en el que las correspondencias entre las lenguas no es precisa, debido, en parte, a las condiciones socioeconómicas que se imponen en los límites geopolíticos. ¿De qué manera, entonces, se pueden superar las deficiencias del lenguaje comunicativo? ¿Cómo podemos reconocer el espacio en el que se lleva a cabo este intercambio geo-lingüístico en el que sus capas tectónicas se superponen unas a otras?
Si es cierto que los dispositivos del poder no están resguardados en un centro, entonces habrá que averiguar “dónde” está el continente o bajo qué estrategias opera y toma lugar. Los muros se han derribado, es cierto, pero han adoptado otra forma. La condición que impera en los estados actuales de la modernidad es la del exilio y bajo este esquema habrá que adoptar ciertas tácticas para evitar que la dignidad humana sea expropiada. No hay emisor que no se reconozca también como receptor y viceversa, no hay receptor que no se identifique en su rol de emisor. A diferencia de la dialéctica del amo y del esclavo, aquellas figuras generan otra dinámica en el que el reconocimiento de la diferencia y la identidad se transmutan mientras el mensaje fluye. En este esquema, las figuras cambian constantemente de papel, intercambian roles, permutan el lenguaje. Pero puesto que nuestro asunto no es meramente la comunicación queremos proponer otro esquema en el que la dialéctica del emisor y el receptor vaya más allá y es, precisamente, la dialéctica del amante y el amado.
Todo discurso, por inocente que parezca, siempre es ideológico, porque trata de implementar un mecanismo de fuerza sobre otro: violentación del pensamiento si se prefiere. La violencia que se oculta en esta dialéctica se encuentra justo detrás del lenguaje; aquella que lo somete al intercambio amoroso; aquella que sale de entre las sombras para doblegar su gramática; sintáxis y semántica del lenguaje que operan en función de una micropolítica del deseo; gasto inútil del vocabulario para agotar el discurso amoroso, en última instancia no para extinguirlo, sino para potenciarlo. Una micropolítica porque opera de lo singular a lo plural para crear un lugar ¬–bajo la expectativa de un tiempo y un espacio determinados–, cuyo gasto de energía corresponde a unas formas específicas de comportamiento, de decir y de sentir, que crean un sentido de comunidad, es decir, por las relaciones que provoca en el espacio común, que van de lo privado a lo público y viceversa.
Con la intención de analizar los distintos modos de enunciación, el discurso amoroso, según explica Roland Barthes en su famoso libro “Fragmentos de un discurso amoroso”, está fundamentado en los “arrebatos” que el lenguaje produce. A pesar de que su condición sea caprichosa y aleatoria se presentan ante el sujeto para construir el discurso, el cual se constituye de retazos, de segmentos, cuya apariencia son las “figuras”. La cualidad de estas figuras es que fundan un “topos”, un lugar, explica el mismo Barthes, en el que se produce el encuentro de dos partes (tal vez el propio autor y el lector, tal vez el amante y el amado). En las figuras hay algo tenso, quieto y algo en movimiento, vago, por lo mismo no se trata de un “mensaje acabado”. La figura siempre está abierta para ser completada precisamente porque consta de una parte “proyectiva” y una parte “codificada”. En la primera, el lector puede depositar (proyectar) su imaginario, mientras que la segunda forma parte del repertorio de estereotipos que de alguna manera compartimos socialmente. No se trata más que de un “modesto comentario”, afirma Barthes, sin la intención de formular una definición, cerrada –a veces estéril por su propia estructura–, de las figuras que menciona a lo largo del libro. La importancia de estas figuras no radica en lo que dicen, sino en lo que “articulan”, lo que evocan. Lo que “se dice” siempre tiene la forma de algo terminado, definido; en cambio lo que “se articula” permanece abierto, vago y por lo mismo, en movimiento.
Esta parte que produce el encuentro, el reconocimiento de algo que parecía lejano, se asemeja a otra de las figuras que Barthes utiliza; la del punctum . El encuentro surge en el momento del pinchazo, de la herida que provoca la fotografía, sin embargo, lo que punza es prácticamente inasible por el lenguaje, se diluye en su dificultad por pronunciarlo. Por otra parte, Barthes define al sentido obtuso por ese excedente del lenguaje que difícilmente consigue asir, se escapa de su terreno, aunque es de ahí de donde proviene. Así como las figuras del discurso amoroso, el sentido obtuso es un “pliegue del lenguaje” que le proporciona articulación. Tanto el punctum como el tercer sentido, el de lo obtuso, son zonas pantanosas en las que se “desenvuelve” el lenguaje. Son justamente estas zonas las que llaman nuestra atención, porque son el “topos” en el que los “fragmentos”, el discurso propiamente dicho, toman lugar.
Alienado no sólo es ser diagnosticado enfermo, culpable o ignorante; consiste también en hacer del lenguaje un monólogo o un diálogo muerto; significa callar los espacios y los tiempos donde el habla tiene lugar, aquel donde la palabra apenas balbucea, en el que su estructura semántica vacila y su sintaxis carece de forma todavía... Por supuesto, las fronteras políticas son sólo un ejemplo y quizá una metáfora de los lugares donde el lenguaje lleva a cabo su intercambio de forma accidentada, fragmentada. Es ahí donde el lenguaje tropieza, duda, donde pronuncia con dificultad, donde hay huecos y carencias (fallas). Siendo así, por efecto de transferencia, el obrero es al amante lo que el propietario al amado o, en otros términos, hacer de todo obrero un amante para que ocurra el encuentro, para que tenga lugar el discurso. El discurso amoroso, entonces, se vuelve un recurso político que provoca espacios de encuentro, no sólo una utopía posible, sino una ucronía, cuyos ritmos estén destinados al intercambio geo-lingüístico en el que la palabra se vuelva potencia del eco que padece.
Para toda brecha existe la posibilidad de un puente, aunque no todo puente sirve para cada brecha. Con esta dialéctica del amante y el amado intentamos producir plataformas para los que muchas veces no hay fisuras, y por supuesto para las que todavía no constan de camino alguno. Pese a todo, pretendemos hacer la arqueología de aquellos silencios que se han desvanecido, que han sido callados, aquello que no se puede pronunciar más porque se encuentra perdido. El método con el que opera dicha dialéctica es, finalmente, el de la nostalgia –pero no como la define Fredric Jameson como una categoría más en el archivero de la industria cultural de la que se puede disponer como un artículo de catálogo, es decir, cuando se vuelve escenario para la moda como instrumento de la canibalización mediática–, sino porque la consciencia nostálgica no sólo mira hacia atrás desde el presente, puede escapar a la memoria en su intento por ver más allá. Una consciencia nostálgica que por su propia dinámica sabe de donde proviene, donde está y hacia dónde puede dirigirse y que por esa cualidad puede invertir o disminuir la velocidad de su recorrido. Es innegable que para algunas sociedades el amanecer ha sucedido más temprano, pero es cierto también que el ocaso llega más pronto, así como el paisaje espera a ser contemplado por última vez justo antes de que se ponga el sol. Ante el enfrentamiento hostil de las armas, nosotros responderemos con el puño desnudo en alto en señal de trabajo, en este sentido, habrá que invertir los frentes y hacer de la vanguardia una retaguardia para que el tiempo no nos alcance…
Sobre la dialéctica del amante y el amado. Hacia una topografía del discurso amoroso en sentido político.
La posibilidad de vivir empieza en la mirada del otro.
Michel HouellebecqEn el siguiente diálogo hay dos voces, una que habla y otra que calla, una voz que espera tejiendo y otra que se pierde en la lejanía. Así como las lenguas muertas, su sonido se ha perdido como alguna vez existió, se trata, pues, de una arqueología de aquello que ya se pronunció; con otros vocablos, con otra entonación. Por efecto de nostalgia sólo podemos rescatar algunas huellas, rastros, algunos indicios de lo que alguna vez fue y que ahora intenta ser por otros medios: si se prefiere, fantasmas, ecos. Aquello que ahora se encuentra en el exilio, cuya frontera ha sido el silencio, más aún, el olvido. En el diálogo ya no están las palabras que alguna vez le dieron sentido, en su lugar sólo resuenan las voces, lejanas; como susurros al viento. Tal vez el diálogo se lleva a cabo en el mismo “topos”, pero es seguro que no en (in) el mismo tiempo.
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El Diálogo
No, no my… love. I also get lost. I thought I could deal with the passage of distance but it was the time that finally imposed on us. Cowardly, I wanted to forget you before you gone, to see if I could take your taste on my lips out. I wanted to forget you amongst a thousand lovers to take out your smell from my fingers that many times touched your body. I am so sorry because I could not be the light you needed too much. The few light after you gone was not enough to enlight neither you nor me. Little by little, this light extinguished until I left in a deeper cold darkness; our empty bed.
Me he sumergido en el peor de los monstruos; la melancolía. El peor porque cuando menos te imaginas te devora por dentro, te vuelve un recuerdo más entre los recuerdos, te vuelve fantasma, te exilia de todo presente y más aún, de todo futuro posible. Consume el espíritu, lo carcome para dejar sólo un despojo que ya no se puede sostener.
If there was something stupid between us then it was our love: the lost time to exchange that slimy mucosa running throw our mouths; the unproductive Saturday’s afternoons contemplating our bodies until the sun died; the stupid words we said each other just to improved our love in every vowel, in every sound; the wasted caresses touching our lips; the expenditure of energy making that act of two in that ridiculous pink tiles’ bath.
Entiendo que “cerca” ya no significa contigo, en su lugar, me has pedido que realice la operación más dolorosa de todas, cercenar y separar sin anestesia alguna con los ojos abiertos admirando el pedazo amputado. Y aún hoy me duele la parte perdida: Tú. Lo más grave de una herida es la cicatriz que perdura. Sólo me queda alimentarme de recuerdos, de restos: carroña. Y yo quedo como la hiena que se alimenta de esa materia en descomposición: tu recuerdo que se deteriora conforme la memoria se desvanece.
To love: the only verb that can be conjugated in present continuous by the second and the first person singular: You and Me. It is true, love becomes a common place, a place for community, a place for communion: a place for communism, a place for two.
El silencio ha terminado por separar las pieles y mi cuerpo por más que repite el nombre del tuyo éste calla o éste ya no reconoce. Temo convertirme en un exiliado de tu piel. Susurros al viento, palabras perdidas, extraviadas que no encuentran su receptor. El sonido de la última nota a punto del suicidio. La nota que muere y que se escucha por última vez. Huida. La melodía suena ajena, incomprensible; más aún, irreconocible. Deformada no por accidente sino por depreciación. Esos vocablos ya no se sostienen en mi memoria, ya no se resguardan más en mi boca, ahora le pertenecen al viento.
The landscape turned into blur not because of gaze’s deficiency but because its absence. Wreckage. I requested to memory if it could protect you from time. I appealed to memory if it could hold you to avoid you turned into a fugitive thought, a ghost, but maybe in this attempt I became one. No place.
Ya no hay más palabras bobas ni vocablos en diminutivo. No más nubes de algodón. Un vacío que se dibuja en la solemnidad de nuestros verdaderos nombres… Extravío del lenguaje. Mis lágrimas se volvieron valijas que cargan con tu recuerdo, y en el intento trato de conservarlas para que no escapes en ellas. Pero a pesar de todo, tus palabras aún suenan a miel.
© AAlejandro Navarrete,
Productor Visual
Utrecht, The Netherlands, agosto de 2007.
Ensayo que corresponde a la tesis para obtener el grado de Master in Fine Arts por la Utrecht School of Arts and Design en Utrecht, The Netherlands