La guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el material humano las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural.
Walter Benjamin
Topografía del mundo actual
El mundo se desplaza a una velocidad vertiginosa. La rapidez en la que flotamos nos sumerge en una apatía que nos imposibilita abarcar la desorientada cartografía actual, a pesar de que este mapeo se tiende ante nuestros ojos en forma de una supuesta red que atrapa todo. Este dinamismo con el que se mueve el planeta es consecuencia de los distintos factores de la modernidad, en el sentido tecnológico, estético, cultural, social y político que el término implica. Es producto también de la posibilidad de imaginar[1] el mundo como lo hemos hecho hasta hoy. En efecto, lo hemos imaginado a tal grado que ahora es él quien nos imagina[2], huelga decir la presencia de los medios de comunicación quienes han contribuido al desarrollo de este fenómeno. A su vez, dicha mediación del mundo ha propiciado un estado catatónico (en el que pasado, presente y futuro se muestran simultáneamente) en el que la realidad fenomenológica (espacio-temporal) se concentra en el sujeto escindiéndolo y propiciando una especie de amnesia[3]. No obstante, los confines de la sociedad posindustrial se presentan bajo la sombra del consumo, el cual ha generado la llamada sociedad del espectáculo, donde el valor de uso da paso al valor de cambio y entonces todo objeto pierde su dimensión simbólica para convertirse en mercancía absoluta[5], objetos muertos supeditados a su utilitarismo pragmático.
Los acontecimientos de hace algunos días permiten dar cuenta de esta paradójica situación en la que nos “situamos”, si es que es cierto que podemos situarnos en algún lugar o momento dentro del infinito territorio espacio-temporal que la virtualidad ha creado. Basta con revisar los periódicos o posarnos frente a la pantalla del televisor para ser testigos de la fluidez con la que se deslizan los acontecimientos, los cuales ya no encuentran resguardo en las fortificaciones de la memoria, y en la que el constante presente reactualizado cobra unas dimensiones paranoicas. Por tales efectos me concentraré en algunas imágenes de guerra que se han presentado de manera obscena[6] ante nuestros ojos, ya sea a partir de imágenes fotográficas expuestas en los periódicos e internet, o videos proyectados en la televisión, para hacer un análisis más específico del sentido que estas imágenes puedan tener a partir del contexto de la cultura visual[7].
La memoria débil. Circulación y distribución de las imágenes de guerra como formas de agotamiento
Desde que se inventó la fotografía, ésta se convirtió en memento mori en los términos que lo explica Susan Sontag[8]. En este sentido, el medio fotográfico nos ha expuesto a la náusea que los efectos del tiempo producen sobre nuestra endeble presencia en el mundo. Toda imagen fotográfica es huella de algo que aconteció, es contenedora de una temporalidad remota, pero lo que queda en este acto de exposición son los restos sustanciales de ese algo, ahí radica la imposibilidad de aprehender la realidad total. La fotografía ha intentado aprisionar la realidad que se presenta ante nuestros ojos, pero su fracaso se produce con la distancia que hay entre su representación, es decir, su imagen del mundo, y el mundo mismo[9]. Esta virtualidad no se realiza totalmente debido a que esta aprehensión es imposible desde el momento en que la dimensión espacio-temporal, que acontece en la realidad, se traduce a las dos dimensiones de la representación fotográfica, entre otras características. Sin embargo, a pesar de que este aprisionamiento no se lleva a cabo de manera absoluta, es un hecho que esta cuestión ontológica que define a la fotografía como memoria, en uno de sus aspectos, ha servido para verificar la existencia de “lo que estuvo ahí”[10], es decir, lo que se presenta ante nuestros ojos es la ausencia de lo que ya no puede estar. Es innegable que la fotografía es el referente[11] de la realidad, a diferencia de otros medios de representación, es un signo de lo real. Al mismo tiempo, la fotografía ha permitido documentar los acontecimientos que suceden en el mundo, para ser testigo evidente de los actos humanos, ojo avizor de aquellas conductas propias e impropias de la naturaleza humana. De alguna manera, la dimensión simbólica de la memoria fotográfica dio paso al documento bajo el liderazgo del realismo como ideología de representación[12] en su dimensión política y social.
Sin embargo, existe otra posición en la que el producto de la captación óptico-lumínica es un efecto de realidad . De la cual se desprenden dos posibilidades, una en la que es producto de la realidad (proviene de ella), y otra en la que consigue un efecto similar al de realidad, sustituyéndola. Entonces, la fotografía funciona como memoria ortopédica , estas imágenes son la prótesis de nuestra memoria, recordamos a partir de ellas, es decir, la evocación del recuerdo no surge ya de nosotros, sino de las imágenes mismas; o en el peor de los casos sólo recordamos las imágenes, el acontecimiento se nubla ante ellas. Este término permite entender cuando nos referimos a la imagen del mundo , más allá de él mismo. En la era del significante la imagen cobra mayor relevancia.
Es así como las imágenes que recibimos a través de los medios de comunicación sobre la actual guerra en Irak se posan ante nuestra mirada como evidencia de los actos de tortura llevados a cabo por algunos elementos del ejército estadunidense en la cárcel de Abu Ghraib (fig. 1 y 2).
Dentro de la historia de las fotografías existe una larga tradición de imágenes de guerra. La fotografía ha sido uno de los medios por el que se han denunciado aquellos actos de tortura, abuso, alienación, discriminación, entre otros. En efecto, éste ha sido uno de los papeles que mejor había desempeñado la fotografía, recordemos tan sólo las imágenes de la Segunda Guerra Mundial o, incluso, algunas de Vietnam. Pero ¿qué es lo que sucede con las imágenes de Irak? ¿De qué manera nos afectan? ¿Cómo las recibimos?
La circulación de estas fotografías, a través de los distintos medios masivos de comunicación (televisión, internet o medios impresos), nos define como cómplices, su distribución llega a todos lados a través de la inagotable red que se despliega ante la mirada de cualquiera; su consumo es masivo. Estas imágenes recorrieron la circunferencia del planeta hasta agotarla, fueron primera plana en varios diarios importantes del mundo. Se volvieron mercancía, dispuesta para ser agotada por todos los programas de televisión y los medios impresos, y ser consumida por el tele-espectador. Esta extensión es la que da testimonio de la imaginación del mundo, de su espectáculo y su espectación. En palabras de Baudrillard, “la publicidad […] devora nuestra sustancia” al mismo tiempo que “[…] nos permite convertir al mundo y la violencia del mundo en una sustancia consumible” . En su reproducción, mediatización y distribución el acontecimiento se disuelve, es decir, no sólo es el suceso mediado lo que debilita la retención de estas imágenes en la memoria, sino la rapidez con la que circulan en el mundo globalizado. Ahí radica la verdadera dimensión moral que nos hiere profundamente porque, paradójicamente, estas imágenes están elaboradas para permanecer y ser borradas de la memoria, se vuelven imágenes para ser olvidadas en el momento que son consumidas-consumadas por el nuevo evento que les sigue y la celeridad con la que se mueven. Ésta es la eficacia de dichas imágenes, la amnesia de una memoria disfuncional que no puede retener los recuerdos que suceden aceleradamente ante sí. Eficacia no en cuanto a que desaparezcan en verdad de la memoria colectiva, sino a que en ningún otro momento de la historia de la humanidad el valor de la fotografía, en cuanto a testimonio de los acontecimientos y en cuanto a su recepción, se había tambaleado a tal grado. Ésta es la vorágine que nos atrapa actualmente. El desplazamiento es tal que ya no encontramos asirnos a un lugar o a un tiempo. Este desplazamiento cobra una dimensión virtual en el momento en el que “todo lo sólido se desvanece en el aire” . Es tal la magnitud que ya no podemos situarnos en ningún lugar, porque a su vez, este lugar se pierde frente a la movilización constante y rápida del territorio.
En su ensayo “La Guerra del Gofo no ha tenido lugar”, Jean Baudrillard expone la fragilidad del acontecimiento frente a la virtualidad de los medios de comunicación (en específico, la pantalla de TV) y los efectos que la información ejerce sobre lo real . Para el autor esa guerra sucedió en el plano de la pantalla, de lo virtual, fue más una guerra mediática que una guerra real . La política del chantaje (del rehén); la sobredimensión tecnológica de un adversario sobre otro; y la manipulación mediática llevada hasta la falsificación, son síntomas que propiciaron la desaparición del acontecimiento. Más allá de hacerle caso a Baudrillard sobre la dimensión simulacral que sustituye a la realidad, es un hecho que los acontecimientos bélicos se vieron alterados por las tecnologías que mediaban entre ellos y su recepción. Decir que esa guerra “no tuvo lugar” implica que la transmisión de los acontecimientos, sucedidos en la pantalla plana del televisor, desplazan la situación del hecho, no lo niegan, pero sí debilitan su acercamiento.
Pero ¿cuál es el interés por mostrar (exhibir) estas imágenes? ¿a quién está dirigido este espectáculo mediático? El mundo entero es espectador de estas terribles imágenes, la fragmentación de la mercadotecnia para dirigirse a un público específico fracasa cuando estas imágenes no encuentran un cuerpo (sujeto) de recepción fijo y, al no encontrarlo, estas imágenes se diluyen en una falta de materialidad de aquello que las contenga, en ese fantasma (cuerpo etéreo o espectral) que somos todo el mundo al no retener el recuerdo de estas imágenes. Es así como éstas muestran una cualidad peculiar, su eternidad efímera, característica que conservan a partir de la distancia tecnológico mediática. De alguna manera, el trauma de la mirada. Están tan lejos y tan cerca de nosotros. Lo único que queda son los restos del acontecimiento, más aún, el de unas imágenes que han sido consumidas como cualquier mercancía de la actualidad .
Estas imágenes hirieron nuestra sensibilidad por pocos segundos, porque al cambio de hoja ésta fue afectada por otro objeto nuevo de consumo. Nadie las recuerda, o las recordamos débilmente, podemos hacer nuestra vida cotidiana sin pensar en los hechos que sucedieron y suceden a diario en la prisión de Irak. Son imágenes para recordarse y al mismo tiempo para olvidarse. Ésto no quiere decir que olvidamos totalmente las atrocidades imaginadas. Lo que quiero señalar, es que en ninguna circunstancia de la sociedad posindustrial se había consumido a tal magnitud un acontecimiento histórico, en ningún otro momento la administración de la memoria había funcionado como mercancía absoluta de la sociedad, si bien, había servido como testimonio denunciante que propiciaba la movilidad social en contra de ese tipo de hechos.
El efecto: borrado. Consumo de imágenes de guerra como mercancías de espectáculo
Hay algo en estas imágenes, que no ha existido en otras, que produce un efecto desorientador y no tanto por la carga moral que muestran. Esta ambigüedad es la que las describe y permite entender el sentido con el que están hechas. La obscenidad con la que circulan dichas imágenes provoca su misma muerte, su expulsión de los confines del recuerdo. Son imágenes que se han perdido en el desierto de la memoria. Si bien es cierto, antes las fotografías nos ayudaban a recordar, ahora, éstas se han convertido en prótesis indispensables de los recuerdos, sin ellas no recordamos, o nos cuesta más trabajo evocar el recuerdo. Ya se ha hablado de la muerte de la fotografía a partir de lo electrónico, lo virtual, lo informacional o lo digital, la fotografía imposible o la no captación (la creación de fotografías sin referente), pero la dimensión que guarda la exclusión del documento como memoria de nuestra historia es la verdadera muerte de la fotografía. Hemos dependido tanto de la imagen fotográfica que la hemos convertido en nuestra memoria ortopédica, el problema es la fluidez con la que se desplazan dichas imágenes en una sociedad de consumo, porque la memoria se vuelve ajena a nosotros, como si ya no nos perteneciera. Hemos depositado la memoria en la imagen , pero ¿cuál es el cuerpo que contenga dichas imágenes? ¿cuál es el cuerpo que retiene a la memoria? Toda imagen es memoria, en la sociedad del consumo las imágenes se convierten en mercancía y como tal se consumen. Así, la memoria se vuelve mercancía, luego entonces, se consume de igual manera. En nuestra sociedad de consumo, la superficie desplaza la retención de la memoria, la duración de ésta es mínima, los efectos de la publicidad y de la propaganda actúan de manera directa sobre ella y nuestra sensibilidad, borrando y anestesiando.
Hay otro aspecto que incide en el debilitamiento de la memoria. Y es el consumo de la guerra como una mercancía de espectáculo. Una diferencia con la Guerra del Golfo de 1991, donde sí hubo censura de imágenes, es que en ésta no hay filtraciones casuales, sino desbordamientos mediáticos. Se puede llegar a afirmar que las imágenes de la actual “guerra preventiva” conllevan un doble mensaje: se distribuyen con el fin de destruir la resistencia de las filas insurgentes; y con la intención de mostrar a los burócratas, que administran los esfuerzos bélicos, las acciones de sus estrategas . Pero ¿cómo podemos hablar de propaganda mediática cuando decimos que es difícil retener estas imágenes? Es cierto que ellas son evidencia de los hechos ocurridos y sus efectos son devastadores, pero al mismo tiempo inmediatos. Las tecnologías más recientes y su constante uso y difusión han modificado nuestra forma de hacer y percibir las imágenes. A partir de la primera invasión a Kuwait hubo una modificación en la transmisión de la guerra. Aquéllas eran imágenes distanciadas que mostraban el desarrollo de la guerra como un juego de video, donde los cuerpos mutilados y las ciudades destruidas eran censuradas por la lejanía mediática. Imágenes reducidas a espectaculares mapas de bits.
No obstante, a estos esfuerzos por espectacularizar la guerra se han sumado las potencialidades que estas nuevas tecnologías ofrecen para la falsificación de documentos . Si a principios del siglo XX fuimos testigos del asentamiento de la autonomía del medio fotográfico a partir de sus cualidades como testimonio y evidencia, ahora somos testigos de su constante falseamiento de la verdad. En ningún momento cuestiono la veracidad de los hechos proporcionados por las fotografías, sino que son los mismos canales de elaboración y distribución de las imágenes quienes han debilitado la memoria y su autenticidad.
Por otro lado, la industria cultural ha proporcionado al espectador el placer de la violencia mediante la administración de la diversión (solo encontramos goce con aquellos productos que la industria cultural produce). Esta diversión es organizada por la industria y está calculada para permitir al sujeto cierto alivio sin que se salga de la norma. Tanto la guerra como la violencia se han convertido en un juego, el cual obedece a ciertas reglas. Es un juego establecido para jugarse de una manera determinada, casi siempre el exterminio del “otro”. Si hacemos caso a la hipótesis de Theodor W. Adorno, si la diversión y la violencia son producto del cálculo y son parte de la administración de la industria cultural, entonces, el objetivo de conseguir ciertos efectos productivos en el espectador también forman parte de las tecnologías del poder. En otras palabras, tanto la guerra, como la violencia y el terrorismo, son productivos, así como sus efectos. En definitiva, existe una causa multifactorial que determina la espectacularización de la guerra y la violencia, y su consumo como mercancías absolutas.
El juego de la mirada como cálculo de la guerra pornográfica
Estas imágenes no sólo se presentan ante nosotros de manera evidente, sino además son obscenas. Para el pensador francés Jean Baudrillard la obscenidad es “la exacerbación del vacío […] la pérdida de la ilusión, del juego y de la escena” . Lo obsceno es el reino de la forma en su dimensión más pura, despojada de todo contenido donde el secreto ha perdido resguardo, mero significante. “Más visible que lo visible, eso es lo obsceno” , donde la mirada se sumerge en lo más profundo de la superficie, sobreexposición de los acontecimientos devorados por la inmediatez de la pantalla, saturación de lo visual que anestesia la visión hundiéndonos en el autismo de nuestra realidad inoperante. Estas imágenes conservan esta cualidad no tanto porque muestren cuerpos desnudos, aun en algunas aparece el sexo erecto de uno de los prisioneros, a pesar de que quienes muestran estas imágenes (los medios) piensan que lo que nos ofende es el exhibicionismo de los cuerpos desnudos, su sexo, es por eso que lo borran con algún efecto de computadora. Son obscenas por su condición paradójica: hay un exceso por mostrar donde no se oculta nada, los soldados norteamericanos aparecen en actitud exhibicionista posando para la cámara, la típica foto triunfalista del recuerdo (fig. 3), las imágenes están centradas, están hechas a propósito, escenificadas , no son producto de la casualidad, sino de una voluntad intencionada; al mismo tiempo lo obsceno se presenta a partir de lo que no se muestra en la imagen, de lo que no aparece, lo que está oculto o se esconde, es decir, todo aquello que estuvo antes de la imagen y lo que está-estará después de ella (su temporalidad), todo lo que no está seleccionado por el fotógrafo (su espacialidad), lo que aparece fuera de campo. Todo aquello que todavía no hemos visto y que podemos imaginar, todo aquello que no se nos ha mostrado y que, sin embargo, podemos ver. Es difícil discernir qué imágenes ocurrieron antes y qué otras después, sin embargo, sí podemos suponer que son producto de varias sesiones. De ahí, que haya algo oculto en esas imágenes que no nos permite acceder a ellas, puesto que no se han descubierto los motivos totales para lo que fueron elaboradas.
Para la investigadora Joanna Bourke, “[…] la pornografía del dolor que muestran estas imágenes es de naturaleza fundamentalmente voyeurista. Se representa el abuso para la cámara. Es pública, teatral, y cuidadosamente escenificado. Estas imágenes obscenas tienen su contraparte en la peor pornografía sadomasoquista no consentida. Está erotizado el infligir dolor” . Para esta autora hay una dimensión pornográfica en cuanto al exhibicionismo de la humillación y la violación de los prisioneros de guerra iraquíes para conseguir placer, pero no sólo en cuanto tal, es decir, en otros momentos la retórica del hombre blanco civilizado era la única figura que funcionaba en cuanto al ejercicio del sexo como discurso de poder (víctima - victimario). Lo relevante en esta situación es el protagonismo de Lynndie England, en cuanto a figura femenina que ejerce el poder, y su capacidad de distanciarse de los hechos acontecidos. Para Lynndie y su novio el objetivo de elaborar estas imágenes era mitigar el aburrimiento, las tomaron “porque se veían graciosos”. Sin embargo, este “acto espontáneo” jamás se propuso conseguir los mismos efectos con sus compañeros soldados. Hay una distancia emocional que permea las tecnologías de guerra como actos calculados y medidos, y una dimensión de espectáculo en los actos ejercidos. Al igual que la pornografía, estás imágenes se insertan en una dimensión meramente de “placer” , propician el devoramiento de más imágenes ante la aburrición que de ellas se desprende porque al final son lo mismo. En sentido moral, estas imágenes nos acusan de participar en este acto al convertirnos en voyeurs. Su exhibicionismo nos convierte en cómplices, ayudantes de los torturadores al no hacer nada, funcionamos como cooperadores de aquellos que lastiman. Es así como el mundo se vuelve automáticamente en enemigo de los ofendidos en el momento en que adoptamos el papel de torturadores a través de la mirada voyeur de estos hechos. Según Carlos Fazio:
La tortura es todo dispositivo intencional - cualesquiera sean los métodos utilizados- con la finalidad de destruir las creencias y convicciones de la víctima, para despojarla de la constelación identificatoria que la constituye como sujeto. Persigue despersonalizar al prisionero, extirpar su identidad y convertirlo en algo ajeno a la intersubjetividad, con la pérdida consiguiente de su independencia .
En este caso, la demolición del sujeto, la desaparición de su identidad a través de los actos de tortura, lo convierten en objeto. Esta conversión no es sólo al sujeto-objeto torturado, sino de todos aquellos que observan estas imágenes. Existe la intención de experimentar una intimidad ajena (ya sea la del torturado o la del torturador), se volvió un acto público. En ese sentido nos volvemos cómplices y objetos de estos actos-miradas. Al mismo tiempo que lastimamos con la mirada voyeur, las imágenes nos hieren al recordarnos la antigua dinámica de que todo intento de resistencia individual será aplacado.
Estas imágenes son pornográficas, nos vuelven en pornógrafos de ellas, es decir, productores de superficie obscena. Al adoptar la posición del fotógrafo especulamos su reflejo y al mismo tiempo lo estetizamos, la imagen borra la dimensión moral para dejarnos su dimensión especular. Al mismo tiempo, nos atrapan por su fascinación y nos vuelven rehenes al igual que los imaginados. Adoptamos las dos posiciones: una por ser cómplices de la mirada; y otra moral donde nos convertimos en objetos, somos ellos, somos los otros.
Este paralelismo entre exhibicionismo y voyeur no es nada nuevo dentro de la tradición de guerra. Siempre han existido imágenes de los acontecimientos bélicos y la tortura como método de obtención de información. Lo importante de este hecho es la posible administración de la tortura. Existen evidencias que dichas estrategias de tortura fueron cabalmente planificadas y calculadas, nada fuera de lo común. Lo relevante es la administración de dichas tecnologías del poder a nivel macroeconómico. La guerra es rentable, aunque no lo suficiente en esta ocasión. En otro sentido, algunos periodistas evidencian la infiltración de agentes externos en las filas del ejército norteamericano, lo cual nos habla de la posible privatización del ejército, es decir, la separación de éste del Estado-nación para convertirse en una empresa privada. Estos nuevos soldados se convierten en trabajadores del terror, con un horario y un sueldo fijo, ya no sólo mercenarios, sino obreros especializados dedicados a la producción de la mercancía; la tortura y su imagen, el evento y sus restos, no obstante su desaparición a través del consumo . Peor aún, estos nuevos soldados cuentan con un revestimiento psicológico altamente tecnologizado. No es un enfrentamiento real en cuanto a que no existe un enemigo real, es un enemigo insignificante (pierde significado al destruirse todo el pasado que dio fundamento a los valores religiosos, éticos y estéticos de nuestra cultura), es un enemigo sin cuerpo en cuanto aparecen cubiertos del rostro, porque pierden su nombre y su identidad, pierden todo sentido al convertirse en objetos. Es una masa de cuerpos amorfa. Esta situación fortalece la armadura del contrincante, porque frente a un objeto, un muñeco, no hay igualdad de condición. Es una guerra de signos en cuanto a que no es una guerra real, no se lleva a cabo en el terreno de lo real, sino en el de la imaginación mediática. La supuesta superioridad norteamericana no es tal frente a la no existencia de un enemigo real. La obviedad se hace evidente cuando no se encontraron las armas de destrucción masiva de Hussein que propiciaron la invasión. Es un enemigo desarmado, esas supuestas armas las inventaron EUA y Gran Bretaña para darle “sentido” a la “liberación de Irak” y la “salvación del mundo”. EUA juega con la tergiversación de los valores como estrategia poscolonial, la libertad, la soberanía y la democracia son sólo eufemismos para transgredir la legalidad política. Esta guerra es un simulacro, no así los efectos que se desprenden de ella. En realidad, es un ejercicio devastador de las tecnologías del poder empleadas por tecnócratas explotadores.
Cabe preguntarnos ¿cómo es que han logrado salir estas imágenes de la cárcel? ¿para qué fueron tomadas? ¿cómo lograron producirse estas imágenes? Es un hecho que bajo esta dimensión exhibicionista y voyeurista, el fotógrafo , a través de la cámara, se convierte en un torturador más, independientemente de su calidad moral. El fotógrafo está situado en una posición de poder, él es el que observa a través del ojo mecánico y es quien dispara en el momento justo. Decir que todas las imágenes son significativas es una generalización y más en el medio fotográfico, siempre hay algunas imágenes que son más eficientes que otras. En el caso de éstas, los efectos en la cultura son reveladores. Dichos efectos conseguidos con estas imágenes han cobrado otras dimensiones a partir de las nuevas tecnologías. Es evidente que no podemos ver de la misma manera las imágenes obtenidas antes de esta guerra y las de ahora. La creciente democratización y accesibilidad de los actuales medios electrónicos ha permitido, en cierta medida, que los que antes elaboraban las fotografías de guerra ya no sean especialistas en el medio, sino simples operarios de una cámara que disparan al igual que si trajeran un arma de fuego en la mano. Parece que no hay distinción entre estos dos actos. En este sentido, Robert Fisk afirma que la cámara fotográfica es el atacante suicida equivalente al de las desaparecidas torres binarias, y que el producto de la cámara, sus imágenes, son el grado máximo al que han llegado estas humillaciones.
Coda
Queda una cuestión pendiente ¿cuál es el pasado de estas imágenes? ¿cuál es la tradición a la que pertenecen? A través del espectáculo mediado de todas estas imágenes existe una en especial que no cobra sentido (fig. 4).
¿Qué es lo que permite a esta Judit moderna sonreír para la cámara con un cadáver al lado? Estas imágenes son escenificaciones, están hechas para ser vistas, son poses, son espectáculo para ser consumido, porque no sólo son evidencia de un documento terrible, la tortura; sino que la burla de la que somos objeto (porque la soldado Sabrina Harman se burla del muerto, pero al mismo tiempo la conexión irónica se desprende hasta nosotros) nos paraliza ante la pérdida del sentido de esta imagen. No existe ninguna justificación sobre los actos de guerra, pero la burla implicada en estas imágenes navega en el absurdo. Ha habido muchos ejemplos que han denunciado la relación que existe entre la violencia y el espectáculo . Uno de los intentos en este planteamiento es evidenciar la relación entre estos dos fenómenos y otros tantos que sirven de contexto. El absurdo, su vacío, se extiende a tal grado cuando la soldado Sabina Harman posa ante la cámara con una sonrisa y su mano en señal de aprobación con la asepsia del pulgar levantado, como si se tratara de un juego en el que haya ganado. De igual forma, la caricaturización de su rostro es signo de la ironía mediática, su referente no es más que el de otras imágenes . En una cultura donde todo está administrado (hasta la resistencia, y ésta se convierte en estética mercantil, o mejor dicho, se vuelve signo estético carente de contenido) , y donde todo es imagen (la virtualidad cuestiona día a día a la realidad, al mismo tiempo que desplaza al significado de su significante) la memoria se ve maniatada, encerrada en el consumo y re-ciclaje, para deteriorarse y de esta forma perder su carácter dialéctico.
Propiciar la circulación de estas imágenes no asegura que no olvidemos la atrocidad de los hechos, y tampoco frenaría los irremediables actos bélicos que comete la humanidad. Ocultar, o por lo menos no mostrar exhibicionistamente, tampoco detiene la desaparición del valor testimonial de estas imágenes. ¿Prohibir su desplazamiento implicaría no olvidar algo que no se ha visto, aunque sea una forma de recordar aquellos actos terribles? ¿Llegó la hora de detener la re-producción, de cerrar las fábricas para no perdernos en el ritmo de la producción acelerada?
En el reino del olvido, no somos más que pasajeros del recuerdo. En la república del olvido no somos más que des-contenidos (contenidos vacíos) de algo que ya se consumió, productos que no existen ya, listos para consumirse todavía…
© AAlejandro Navarrete,
Productor Visual.
México, DF, a 10 de agosto de 2004.
Artículo publicado en la revista CURARE. Espacio Crítico para las Arte, México, julio/diciembre 2004, número 24
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