Sunday, September 9, 2007

Notas sobre el problema de la imagen técnica eficiente

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Los últimos acontecimientos de la actualidad se han desempeñado a través de la pantalla, sólo en y a partir de ella tiene lugar el evento. Aquellas “situaciones extremas” parecen cada vez más lejanas de nuestra posición en el territorio, a tal grado que hemos llegado a dudar de la autenticidad del acontecimiento gracias a la mediación telemática que se interpone entre el evento y nosotros. Incluso, todo sentimiento apocalíptico se percibe disminuido siempre y cuando nos encontremos resguardados detrás de la pantalla. Ese “aquí y ahora” que se presentaba ante nosotros como la singularidad del hecho, ahora se reproduce en las regiones espacio-temporales que rebasan los límites de la unicidad, y sólo aquello que se presenta en la pantalla obtiene un estatuto ontológico que rebasa por mucho cualquier categoría particular. Hacer una cartografía del mundo resultaría insuficiente por la movilidad y la voracidad con la que se actualiza el mapa . Un plano que rebasa y desborda las fronteras físicas micro y macroscópicas: un “mundo” que crece no sólo al interior, sino al exterior. Proceso endógeno y exógeno donde las fronteras que un día dibujó la modernidad se han visto superadas, ahora sus restos trazan desgastadas ilusiones de lo que un día será. El nuestro es un panorama predominantemente visual ahogado por la sobreproducción de imágenes televisivas, cinemáticas, videadas, multimediáticas, fotográficas o publicitarias: medio y fines involucrados en la producción de imaginario para establecer nuevas formas de relación intersubjetivas, determinar conductas y pautas morales, definir rasgos de la personalidad y de comunidades - donde la diferencia, e incluso, la resistencia se administran por igual - y donde las principales formas de conocimiento se entrelazan con la imagen para anclar su pregnancia en las oquedades mnemotécnicas del individuo. Éste es el ambiguo andamiaje trazado por el pensamiento tecnocientífico dirigido hacia ciertos fines, sobre todo en su carácter instrumental, al mismo tiempo que ha propiciado que la sociedad se defina en términos funcionalistas principalmente.
Es moneda común que el conocimiento y la experiencia del mundo se han fincado, primordialmente, bajo el estatuto de la mirada y su equivalente receptáculo: la imagen. Dicho programa se ha establecido a partir del predominio que los medios masivos de comunicación han impuesto a las formas de la experiencia - epistemológicas o estéticas - del sujeto. Estos hechos dan cuenta del fenómeno que se ha agudizado en las últimas décadas. Hablar sobre el predominio de la visualidad - y por ende del estatuto que adquiere la imagen - no parece aportar nada nuevo, sin embargo, su desarrollo en las sociedades avanzadas y posindustriales parece cobrar ecos no imaginados hasta ahora, de igual forma en aquellas sociedades donde la ilusión del progreso aún no ha llegado. En todo caso, conviene preguntarnos ¿a qué se debe este predominio? y ¿cómo se manifiestan dichos dispositivos tecnovisuales que afectan al individuo?
Mirar, ver, observar, vigilar, contemplar, ojear, todas estas acciones parecen desarrollarse diariamente en un exceso por corroborar la realidad. Un desarrollo que se ha venido acrecentando en las sociedades dedicadas a producir información, un proceso que consiste principalmente en hacer de la existencia su imagen. Estas mismas acciones han derivado de un dominio que se ha hecho sobre la materia bajo los criterios del cálculo y la utilidad. Así, damos cuenta de un fenómeno que ha acompañado a la razón teleológica y ha sido aquel en donde la mirada adquiere un sentido instrumental.
El fenómeno no comienza de esta manera, por el contrario, ha sido el producto de un largo proceso de modificación en el ámbito socio-cultural. Existen demasiadas figuras retóricas que hacen referencia a la mirada; desde la caverna platónica en la que el personaje puede acceder al mundo inteligible a partir de la visión eidética, hasta la necesidad de la mirada como modo de satisfacción estética. Sin embargo, nos parece primordial que el incremento de la mirada coincide con algunas manifestaciones económicas y de índole científico, es decir, la instrumentalización de la mirada empieza a definirse como tal con el desarrollo de un sistema productivo que confluye con la invención de las herramientas y máquinas como extensiones corporales del ser humano: dispositivos tecnológicos que incrementan el poder para controlar y dominar la naturaleza y al otro. Si se quiere, desde el animismo prehistórico como sistema simbólico de dominación del mundo exterior a partir de una economía de la representación basada en cierta codificación realista, sin embargo, la coincidencia entre un sistema instrumental que permite la explotación y provocación de la naturaleza para su evidente administración converge con la creación de normas sistematizadas de representación, como la perspectiva albertiana y la óptica geométrica, que permiten el dominio de la naturaleza a partir de símbolos, donde la propiedad juega un papel primordial que motiva la utilización de dicho sistema. No sólo el “conocimiento es poder”, sino que la mirada, puesta al servicio de la propiedad privada, también se vuelve un mecanismo de dominación. La perspectiva no actuó sola, en realidad, es un método que permite, a partir de una fundamentación científica, el control y el ordenamiento espacial del mundo en dos dimensiones, sin embargo, también es fundamental el principio de semejanza o mímesis para entender la hegemonía de la visión. De esta forma, se establece una relación de correspondencia entre la mirada y lo que se mira, así como el hecho de que las imágenes muestran lo mismo que vemos. El que las imágenes parezcan “realistas” en su mayoría responde a ciertas necesidades instrumentales.
Como fenómeno perceptivo, la visión carece de objetividad, ésta necesita alejarse de las “pasiones” para acceder al mundo inteligible guiada por la “luz de la razón” - Descartes apuntaba en esa dirección - y bajo este paradigma la observación necesita ser neutra como principio epistemológico. El hecho de que las cámaras oscuras se empezaran a utilizar con frecuencia a partir del siglo XVI da cuenta de la creciente confianza depositada en la máquina para otorgarnos de una verdad objetiva del mundo; un ojo descarnado o, mejor dicho, descorporalizado que, a partir de su posición privilegiada, y tal vez des-apasionada, nos dota de una visión precisa, racional y objetiva del mundo.
Dicho cauce cultural no termina de esta manera. El “desencantamiento del mundo” coincide con el incremento de la razón instrumental. Así, el abandono del tropo sobre el “ojo de Dios que todo lo ve” confluye con la organización punitiva del panóptico benthamiano como un dispositivo de control y de vigilancia . El tránsito que se da desde la ubicuidad de la mirada divina hacia un individuo que vigila desde un panóptico se posiciona sobre el cuerpo político del “sujeto autónomo” que dio lugar el Iluminismo del siglo XVIII. La liquidación del ojo omnividente y su reemplazo por un dispositivo que opera bajo la lógica del poder es el mejor ejemplo sobre dicha instrumentalización de la mirada en el campo de la ética y la moral. Pero más allá del acto físico de la visión, la intención de esta instrumentalización se dirige a establecer un estado de consciencia en el sujeto que garantice la eficacia del ejercicio del poder. Al mismo tiempo se complica la idea de un sistema disciplinario como un espacio fijo donde se ejerce el poder, de esta manera, se modifica el lugar desde el cual se lleva a cabo tal ejercicio, es decir, se problematiza la espacialidad de este centro. La eficacia estriba en que este mecanismo se introduce tanto en el cuerpo social como en el cuerpo individual, entonces, ya no sería necesaria la presencia de unos ojos avizores, puesto que la eficiencia de los dispositivos se introduce en los terrenos de la consciencia. Esta mirada se desplaza a los lugares de encierro como las fábricas, los hospitales, la prisión, la familia o la escuela, entre otros. Lugares de encierro tanto físicos, experimentados hacia el espacio privado; como psíquicos, es decir, hacia el interior del sujeto. El control - a partir de la mirada o, mejor dicho, de la vigilancia - es uno de los dispositivos tecnocientíficos aplicado tanto a una función productivista de la razón, como un mecanismo que se disemina en el organismo social para mantener el orden.

2

La hegemonía del régimen escópico realista ha sido la coartada del pensamiento funcional e instrumental que ha servido para conseguir ciertos fines prácticos - económicos o de comportamiento -. Desde que se inventó la fotografía en el siglo XIX hasta nuestros días, ha habido un cambio en la manera de ver y en los consumos de lo que se mira a partir de los usos de la técnica, desde los retratos de la burguesía hasta los famosos “momentos Kodak”; del registro minucioso de las ruinas arqueológicas como efecto de la modernidad por actualizar el pasado hasta las fotografías turísticas que certifican la estancia en dichos lugares; del “buen gusto” burgués por la apreciación del desnudo hasta la “pérfida” y “mórbida” adicción de las masas por la pornografía; de la extenuante y abrumadora clasificación racial hasta su estandarización en la identidad política.
Lo anterior no quiere decir que no haya diferentes modos de mirar y consumir lo mirado, al contrario, la mirada - como fenómeno cultural - se ha modificado con respecto a la técnica y el depuramiento de los sistemas de representación, al igual que el sentido que han adquirido éstos; desde los dibujos naturalistas esparcidos con la boca sobre la rugosidad de la piedra que han pasado por el virtuosismo quiropoiético del pincel del artista, hasta lo real fotográfico con la caja negra y el simulacro binario de las computadoras. Cualquier instrumento - como extensión de la mano del hombre - ha tenido este fin, simbólico, de dominación y control de la materia. La manera en que se ha manifestado la hegemonía de la mirada como la forma que ha prevalecido en Occidente ha sido el realismo, es decir, ha sido el modo en que Occidente ha interpretado y entendido el mundo. Civilizar en todo caso significó enseñar a ver como lo hace el “hombre blanco occidental”.
En este proceso técnico y de perfeccionamiento instrumental ha habido un desplazamiento de la materia por el refinamiento de la idea manifestada como información. En este deslizamiento hacia una visualidad eficiente la técnica ha jugado un papel primordial. A diferencia de las “imágenes tradicionales”, las “imágenes técnicas” se refieren al mundo exterior a partir de la mediación de un aparato, señala Vilém Flusser . Al mismo tiempo, apunta que la práctica fotográfica se concibe bajo los dominios del juego , donde se disponen para interactuar múltiples recursos, movimientos y resultados. En términos generales, se podría entender esta actividad como el desarrollo del proceso creativo, sin embargo, lo particular de la dimensión lúdica del fotógrafo radica en el uso que le da a su juguete: la cámara, y al programa de este aparato. Asimismo, este autor diferencia el trabajo del juego y la herramienta del juguete. Por un lado, el trabajo, como categorización básica de la sociedad industrial, emplea herramientas que informan los objetos naturales del mundo exterior para convertirlos en objetos culturales, en otras palabras, se ejerce dominio sobre el mundo y sus objetos para cubrir las “necesidades” y expectativas del consumidor final. Estas últimas disquisiciones nos conducen a la pregunta ¿qué tipo de trabajo son las fotografías? Bajo esta perspectiva, el autor afirma que el fotógrafo no trabaja en los términos antes señalados, sin embargo, “hace algo: produce, procesa y abastece de símbolos” . Éste es uno de los intentos de Flusser por mostrar el tránsito de la sociedad industrial a la sociedad de la información o posindustrial, donde en la primera se producen bienes de consumo y en la segunda se produce información. En este esfuerzo, separa la actividad del fotógrafo de aquellas otras actividades que contemplan lo lúdico en su desarrollo. Uno de los rasgos esenciales de la sociedad posindustrial es la manipulación ya no ejercida sobre el objeto, sino sobre su símbolo. Este tránsito - dice Flusser - comienza con la Revolución Industrial y el empleo de máquinas que suplantan a las herramientas, las primeras ya no son sólo extensiones corporales del hombre que le han permitido manipular el mundo, sino su sustituto, de ahí hasta la invención de aparatos que, a diferencia de las máquinas, contienen “intenciones e intereses ocultos en ellos” . En este trayecto de lo industrial a lo posindustrial media la actividad del fotógrafo, porque es el encargado de dominar la realidad a partir de su imagen, de su sombra o apariencia, de su traducción a símbolo.
Así, Flusser explica que la cámara “produce superficies simbólicas de acuerdo con algún principio contenido en su interior” , este principio es el programa, lleno de probabilidades, pero de difícil acceso. La cámara, como cualquier aparato de la época industrial, obedece al programa (o proceso de sistematización y sintetización de códigos) para el que fue diseñado, en este caso, transcodifica la linealidad del mundo exterior que sucede en un espacio-tiempo de cuatro dimensiones a una superficie simbólica de situaciones reunidas en sólo dos. Dicho proceso está diseñado para cumplir un gran número de virtualidades (posibilidades) que se reúnen en fotografías. Estas virtualidades, como señala Flusser,
deben ser mayores que la capacidad del funcionario para realizarlas […] Una cámara bien programada nunca podrá ser completamente desentrañada por ningún fotógrafo, ni por todos los fotógrafos juntos. Ella es, en el sentido más amplio, una caja negra .
A partir de este programa, el fotógrafo “se encarga de descubrir las virtualidades escondidas […] maneja la cámara, la voltea, la examina y mira a través de ella” . Ahora, el fotógrafo ya no se encarga del ordenamiento y control del mundo mismo, sino del domino de su correspondiente en información, del sometimiento del mundo en su imagen, de la manipulación de su símbolo. Sin embargo, dicho dominio puede invertirse, a su vez, en la automatización de la actividad. Parece, que éste es un efecto de todo aparato, que dicha actividad repetitiva no permite liberar las potencias humanas y somete al individuo a su enajenación. Vilém Flusser no lo dice abiertamente, pero le otorga cierta autonomía al aparato, y esta cualidad es la que posibilita, entonces, un juego dialéctico entre la cámara y el fotógrafo por dotar de nuevas probabilidades al mundo. No sólo es la “caja negra” - como gusta llamar Flusser al aparato - el vehículo, también el fotógrafo. Éste juega en contra del programa de la caja negra y ésta ejerce la impenetrabilidad de su codificación sobre el funcionario de la córnea artificial. Al mismo tiempo que el fotógrafo se sumerge en el aparato, éste se pierde en aquél. La anterior es una nueva relación que Flusser utiliza para denominar al fotógrafo como “funcionario”. Hasta cierto punto la autonomía del sujeto y del aparato colaboran hacia un fin en común, a la vez, la intención del fotógrafo es encontrar aquellas virtualidades que todavía no han sido descubiertas. El fotógrafo es el encargado de explorar estas posibilidades, de dominar al aparato tanto en su interior como en su exterior para luego ser dominado por él. En este juego “el funcionario domina el aparato mediante el control de su exterior […] y es dominado a su vez por la opacidad de su interior” . Para este autor el productor aficionado, idólatra de imágenes, se conforma con procedimientos automatizados que actúan por él, se deja opacar por el aparato, la negrura de éste lo absorbe. En cambio, el funcionario trata de desentrañar las opacidades de la caja oscura para conformar situaciones improbables del mundo a partir del juego entre él y el aparato. Flusser no se detiene en hacer una clasificación exhaustiva de las fotografías. En general, los usos y consumos de las imágenes técnicas están imbuidos en las dos categorías que el autor apunta dentro de la práctica fotográfica: las “fotografías redundantes” y las “fotografías informativas”. Las primeras son aquellas que reproducen la experiencia visual, “memorias de cámara” diría el autor, configuración probable que ejemplifica el uso automatizado del aparato; las segundas son aquellas imágenes técnicas que producen configuraciones improbables, combinaciones simbólicas del mundo donde la cámara transita de una caja negra a una caja lúcida.
En general, Flusser define y sienta las bases de la sociedad de la información (una sociedad altamente espectral en sus formas): cómo los medios de producción han transitado de lo duro (hard) a lo suave (soft), del trabajo al juego, de la industria a la posindustria, de la producción a la reproducción, de las herramientas a los aparatos, del objeto a su símbolo, y de la forma a la informa. En todo caso, ahora son los dueños de los medios de re-producción quienes formulan esta distinción, por lo que capitalistas y proletariado se vuelven categorías insuficientes para delimitar esta nueva sociedad. Al respecto, Vilém Flusser trata de evidenciar este trayecto y sus cambios a través de la actividad del fotógrafo como funcionario, como jugador. Señala que estas transformaciones propenden a modelar una sociedad liberada del trabajo y dedicada al juego, como equivalente de función, es decir, dedicada a la combinación inagotable de símbolos . Para Flusser, tal vez ésta sería una sociedad del juego, una sociedad que tiende hacia su conformación improbable, hacia su codificación simbólica. Aunque su intención no es desenmascarar el simulacro que se ejerce con los aparatos, sí estriba en apuntar hacia dicho ejercicio, a cuestionar la supuesta certeza de las imágenes técnicas.
¿Por qué se vuelven actuales las categorías de símbolo y juego en el análisis de Flusser? Para el autor, el funcionario es al jugador, como el aparato al juguete y la función al juego, pero este fotógrafo-funcionario-jugador no es el creador de símbolos, sino el ejecutante de las im-probables combinaciones entre ellos, aunque esta ejecución afectada por el “error técnico” puede alterar, aún más, los resultados de manera imprevisible. La distinción, entre los símbolos de la antigüedad y los de la modernidad tardía, no estriba tanto en su uso sino en la manera de conformarlos, es decir, las imágenes técnicas reúnen en el aparato una cantidad determinada de símbolos, dentro de éste suceden tantas combinaciones de símbolos como sea posible. En todo caso, cabe la pregunta ¿por qué el acto fotográfico produce relaciones simbólicas y no de otro tipo? En general, Flusser señala que todas las imágenes, y de la misma forma se pueden incluir las técnicas, “no son conjuntos de símbolos denotativos como los números, si no [sic] conjuntos de símbolos connotativos: las imágenes son susceptibles de interpretación” en todo caso, de traducción, ya que para Flusser las imágenes técnicas corresponden, en primer lugar, a conceptos traducidos. La imagen técnica es producto de la reunión de conceptos, tanto químicos como físicos: es símbolo porque “transcodifica conceptos en situaciones”. Más que presentación, la imagen fotográfica es representación, a pesar de que los elementos dispuestos en la “situación” no sean siempre controlados en su totalidad por el funcionario. En este sentido, Flusser pondría en duda el aparente carácter objetivo y análogo de la imagen técnica. La noción de índice se problematiza al referirse al proceso automático de la caja negra, que es la traducción del mundo exterior a conceptos científicos determinados previamente por el programa de la cámara. Para Flusser el acto fotográfico, de la contingencia del acontecimiento al interior del aparato-juguete, es un acto cuasi mágico de trasustanciación de las sales de plata en “situaciones”, en tanto sustitución de los hechos con escenas, es un acto de información del espacio-tiempo en configuraciones improbables depositadas sobre un soporte. No será la primera vez que el materialismo dialéctico descubra el valor ritual de la técnica y describa cierto misticismo del trabajo. Así, en Flusser, el juego participa del carácter simbólico. De esta manera, la información no se reduce únicamente a dato, sino que se abre a su forma simbólica, cuyo significado no queda reducido a la funcionalidad del código, sino a su interpretación abierta, polisémica y multidireccional. En el símbolo hay señales de reconocimiento, que nos permiten acceder e involucrarnos con la imagen. Para Flusser es evidente que las imágenes técnicas son conformaciones simbólicas más allá de ser sólo índices, en la superficie son huellas de apariencia objetiva que nos hablan del mundo exterior, sin embargo, es innegable que mientras profundizamos al interior de ellas, las fotografías no son únicamente lo que vemos (superficie-apariencia), son relaciones de signos que se imbrican unos con otros.

3

La industria de la cultura visual ha abarcado, no sólo todos los niveles de la existencia del ser humano, sino todos sus momentos; la producción serial de lo singular se lleva acabo bajo el efecto de realidad de la imagen técnica. En gran medida, este efecto se ha conservado en nuestras sociedades posindustriales bajo la batuta del conocimiento y la moral, pero sobre todo por los usos promovidos de la estética contemporánea a través de la reproducción mecánica de lo singular de lo fotogénico realista. La industrialización de la mirada tiene que ver con la estandarización de los estilos a partir de la uniformidad de la reproducción múltiple, de la copia. Este análisis bien puede aplicarse, en general, a los estilos y géneros que la empresa de la fotografía promueve para el uso cotidiano de las mayorías, es decir, la administración de los eventos fotogénicos que son dignos de convertirse en imagen a partir de la reducción espacio-temporal de lo contingente a la omnipresente bidimensión del plano fotográfico. “Comparte Momentos. Comparte la Vida” es el slogan que cacarea la Kodak, pero como un dispositivo de vigilancia y control a partir de lo íntimo expuesto, en tanto la experiencia se ve reducida. Los logros del progreso - en aras de una sistematización o, mejor aún, de una burocratización - se simplifican en mercancías listas para ser administradas y solicitadas en el momento preciso. Los usos promovidos de la industria tienen que realizarse bajo ciertos parámetros técnicos relacionados con la memoria, el recuerdo y el tiempo. La industria de la fotografía ha privilegiado que la imagen técnicamente eficiente sea contundente y realista, y que a la vez sea cuestión no de especialistas, sino de cualquier usuario, a pesar de la contradicción que impone el mismo modelo del técnico-experto de la modernidad. Ahora, la colonización de la mirada está impuesta a partir de la industria, los géneros y estilos que ésta difunde - sólo podemos ver de determinada manera: realistamente - incluso relacionado con una idea de lo bello, aunque dicha noción está completamente administrada por la estética del simulacro publicitario. Hoy, todos podemos acceder a nuestros recuerdos a partir de las soluciones que imponen los monopolios, en este sentido, la fotografía se vuelve una prótesis de nuestra memoria, es decir, rememoramos a partir de las imágenes, a pesar de que se reduce la singularidad del momento y la evocación del recuerdo desde nosotros.
En general, tal parece que la imagen ha sufrido un “proceso evolutivo” en el que el perfeccionamiento de la codificación realista, en tanto sistema de códigos que reconoce Occidente para entender el mundo, va ligada con su presentación bella o por lo menos estéticamente consumible. Tanto las nuevas como las viejas técnicas han estado ancladas al realismo. La cámara fotográfica, bajo esta codificación, se entiende como el instrumento cartesiano ideal para apropiarse simbólicamente del mundo. Dicha “evolución de la imagen” o, mejor aún, de los sistemas de representación y por tanto de la técnica, obedecen al esquema racionalista, en otros términos, la instrumentalización de la mirada parece señalar que la mediación del aparato promueve el ocaso de la subjetividad frente a la apariencia objetiva del mundo que proporciona dicho aparato: entre la imagen del mundo y su modo de obtención ya no interviene la mano del sujeto, el rastro de la singularidad subjetiva obtenido por el trazo de la mano del artista disminuye porque la cámara captura el exterior en un disparo, en un instante. Kevin Robins define a esta lógica de desarrollo como la “racionalización de la imagen” . Para Robins las nuevas tecnologías nos ubicarían en la era de la posfotografía. Para él es evidente que bajo el esquema científico y positivista la imagen fotográfica había logrado ordenar el mundo para dominarlo mejor, sin embargo, el intento no había sido suficiente. “El nuevo formato de la información” - explica Robins - “se entiende en términos de emancipación de la imagen de sus limitaciones empíricas y asociaciones sentimentales” . Aparentemente, el programa de la Nueva Visión fotográfica parece llegar a su término a través de las modernas tecnologías que, mediante la codificación binaria, purifican la imagen de cualquier indicio de subjetividad. Los sistemas de representación altamente técnicos reestructuran la dimensión de lo real para llegar a su codificación en pares de información. Tanto estos sistemas de representación como los de clonación trabajan en una armonía sincrónica por lograr “lo real binario”. Tal parece que esta traducción implica reducir el mundo a fórmulas matemáticas y confiar en la certeza del conocimiento de los fenómenos que ocurren en la realidad que nos proporciona el aparato técnico bivalente. Al mismo tiempo, dicha transcodificación, parece señalar la autonomía de la visión tecnificada sobre la humana, es decir, ya no es el ojo humano que avizora las cosas, sino el ojo mecánico, por tanto, este fenómeno perceptivo está depurado de cualquier rastro emocional o accidental que contamine la seguridad de los hechos y fenómenos del exterior. No obstante que el código binario parece desaparecer la huella del sujeto bajo la configuración matemática de la realidad, aquél da cuenta de la facilidad para falsificar o sustituir el mundo por su imagen sintética. La fluidez de la captación electrónica permite que entre más nos acerquemos al mundo para interpretarlo matemáticamente, a su (de)codificación en pares de valor, parecería que nos aproximamos a su simulacro.
Sin embargo, las imágenes técnicas también apuntan en otra dirección; bajo el liderazgo de la industria la prótesis visual opta por la superficialidad del realismo como fin último de consumo. La idea de lo bello ligada a la de perfección se manifiesta de manera obvia y superficial bajo esta perspectiva; belleza y perfección se congregan en lo real eficiente. Esta construcción obedece a una lógica impuesta por las leyes del mercado y su efecto industrial. Según observa Susan Sontag, “nadie jamás descubrió la fealdad a través de fotografías” , la matriz de lo fotográfico parece ligarse a la memoria, al recuerdo y al olvido inexorablemente bajo la conformación de la apariencia real y bella. “El heroísmo de la visión”, como denomina Sontag a este fenómeno, hasta cierto punto, parte de aquella añeja determinación sobre la tendencia estetizante de la fotografía. El asunto fotográfico bajo la lente cazadora del fotógrafo se vuelve objeto de consumo estético. No sólo la cámara captura la belleza del mundo, sino que le adhiere belleza a través de la imagen. Ya sea un asunto de clase o la sublimación de las formas políticas, como denominaba Walter Benjamin a este fenómeno utilizado por el fascismo, los usos sociales de la fotografía están limitados bajo estos aspectos. Apropiarse del otro en imagen es el efecto generalizado de la fotografía, aunque no es el único fin que se hace con el medio fotográfico, sí es uno de los más difundidos por la industria y el espectáculo del mundo .
¿Por qué las imágenes perduran bajo el dominio de la apariencia de lo real? Tanto la ciencia como la industria del espectáculo promueven una eugenesia de la imagen. En este sentido, se persigue el mejoramiento de la imagen a través del cuidadoso escrutinio de las características más adecuadas y desechando aquéllas que sean desfavorables, aunque en apariencia sea un dictamen cualitativo, al final lo que se toma en cuenta es el resultado cuantitativo. No sólo se habla del rendimiento de la mirada, sino de las consecuencias de dicha instrumentalización o “higienización de lo visual” que recaen en la imagen, es decir, la utilidad del ejercicio visual se manifiesta abiertamente en la eugenesia imaginada. Todas aquellas imágenes que no están bajo el rango de los valores antes señalados disminuyen en su funcionalidad o su utilidad, ya sea para fines prácticos o económicos. La pureza de la imagen persigue dos efectos: por un lado desabastecer las cavidades de la memoria que son insuficientes para resguardar la sobreproducción de información que se recibe hoy día; y por otro, la elección de los fenómenos del mundo como mercancías consumibles, altamente estetizadas, bajo el predominio de su forma funcional. Se discriminan todas aquéllas que no sean bellas y eficientes en detrimento de otras, sólo por la falta de reconocibilidad y la carencia de su aspecto realista.
Muchos han sido los discursos técnicos que han dotado de la aparente autoridad que goza la imagen técnica, desde el sistema de zonas propuesto por el puritanismo fotográfico que no opaca la certeza del acontecimiento como vehículo de la verdad en tanto valor moral, hasta la estandarización del lente de 50 milímetros como una forma de evitar la deformación de la imagen y su perspectiva, sin embargo, la sospecha prevalece sobre si en realidad hubiera un punto de vista correcto en el cual basarse.

4

Mucho se ha escrito ya sobre el supuesto estado de la imagen en la actualidad, sobre los distintos estadios de transformación de los sistemas de producción y reproducción que han modificado, a su vez, nuestros hábitos perceptivos y epistemológicos en el campo visual, como un fenómeno en el que reconocemos, quizá, cierto grado de autoridad. Anunciar que el estado actual de la imagen es el de su “irradiación desmesurada” correspondería, entonces, al de realizar un análisis en el que se señalen los encuentros y desencuentros que acarrea este fenómeno, o apuntar hacia aquellos parajes donde guarecernos. ¿En qué consiste dicho “estado patológico” de la imagen? El excedente de producción de imaginario nos ha conducido a un paralelismo virtual en el que se construye la autonomía ontológica de la copia sobre el original, de la imagen por lo real, del recuerdo sin memoria. Dicho estado de infección corrompe, desquicia y sacude el territorio; invade el antiguo núcleo monádico, en el que se debilitan los límites de la celda para dar lugar al desplazamiento de información, en este caso, la contaminación por desbordamiento - ¿o por invasión? -. En una especie de movimiento fractal o viral, la imagen irradia la infinitud de su copia. La inoculación de la imagen en el terreno - como agente patógeno - contagia los diminutos asideros donde puede resguardarse el sujeto, aquélla sobrepasa el linde de las fronteras, para migrar hacia los terrenos de lo real (del origen-original), y ocupar su lugar (el mapa por el territorio). Dicho estado, no sólo ha sido resultado de la reproductibilidad técnica, sino de su emanación o excreción desmedida que sufre ahora en la pantalla. Ya sea, desde la fotografía, el cine, la televisión o el internet, los dispositivos tecno-visuales, que se despliegan ante nuestros ojos, se ciernen ante un público pasivo en espera de mercancías listas para consumirse y ser despojadas de todo valor de uso. Así, caemos en cuenta que el valor exhibitivo ha incrementando su potencial a través de los mass-media, al mismo tiempo que desplaza cualquier intento acatado de recogimiento, incluso, de sujeción.
En consecuencia, el efecto que se produce es el de la sobreexcitación de la estética, en el que se intensifica la exhibición del objeto - ¿y también del sujeto? -, su “hipervisión”. Aquel estado, en el que la imagen sustituye al sujeto-objeto, lo remplaza: el efecto espectacular y especular que lo envuelve. Si la fotografía había demostrado que sólo el acontecimiento era lo único que podía ser fotografiado, ahora lo que sucede es que, en un acto de inversión radical, todo aquello que no sucede ante la pantalla - aquello que no se vuelve imagen -, no “es” acontecimiento, ergo, no ha existido. Del “eso ha sido” (el “noema” barthesiano de la fotografía), que define el espacio-tiempo singular hacinado en los lejanos parajes de la memoria, al “eso no ha sido, aún…”, no sólo hay una sustitución ontológica, sino que lo real se desertifica, se empobrece, se ve impedido en dar lugar al acontecimiento; es desplazado y suplantado por aquella copia que no ha tenido original, por aquella irradiación sin un aquí y ahora auténticos. La fotografía, como una de las formas primarias de reproducción, se ha visto superada en su irradiación. Sin embargo, en la actualidad, uno de los objetivos primordiales de la fotografía no ha sido tanto corroborar la evidencia del acontecimiento, sino cuestionar su autenticidad hasta el grado de dudar de su “existencia”. Si en algún momento se había creído que el referente de la fotografía había sido la realidad, ahora se ha invertido este proceso y es la “imagen técnica” la que se ha vuelto referente de lo real: sólo a partir de la imagen se certifica la experiencia, la identidad o el acontecimiento. Puesto de esta manera, es menester señalar que la imagen ha cobrado cierto estatuto ontológico de presencia en donde las experiencias del sujeto se confirman a partir de ella en tanto simulacro, ya no sólo se trata de entablar con el mundo exterior relaciones de conocimiento o de interacción estética, sino que esta experiencia es diseñada desde los confines de la imagen en cuanto sustitución de lo real: la imagen del mundo se presenta ante nosotros, la primera suplanta al segundo - ahora es ella, la imagen, la que precede al mundo -. Una experiencia que no es del todo nueva, sin embargo, se ha vuelto predominante…
En una “situación extrema”, el reflejo se ha desvanecido de aquellos espejos con memoria que había construido la imagen técnica, en su lugar sólo quedan especulaciones, apariencias-apariciones que se sustituyen en la pantalla. Tal efecto, ha sido acaparado y administrado por la industria, en favor de la instrumentalización de la mirada, que desenvuelve todo su arsenal burocrático sobre la singularidad del acontecimiento. Una mirada que no sólo ha administrado los hábitos perceptivos de la visión, de manera horizontal y desjerarquizada, en el que estandariza los recursos de visión (encuadres, tiempos, ángulos, diafragmas) y del aparato (objetivos, lentes, filtros, películas), sino que además relativiza y juega con la ilusión de la captura de ese lejano aquí y ahora irrepetible, aquél que resguardaba Walter Benjamin sólo en los retratos de familiares. Aquél mismo que había vaticinado la desaparición del aura, como respuesta al fascismo - ¿o, incluso, al capitalismo? - y a las tradicionales vetas de contemplación pasiva, frente a la acción política de las formas artísticas.
¿Por qué y para qué administrar el efecto de realidad que produce la fotografía y la ilusión que recae sobre lo singular? Si esta hipótesis es acertada, y la extinción del aura no ha tenido lugar, entonces ¿qué ha pasado con aquel halo y su revestimiento actual? Al respecto y de manera concluyente, José Luis Brea expone una idea que extiende la supervivencia del aura hasta nuestros días, una prognosis que “desintensifica la experiencia estética” de la obra de arte a partir de la circulación en los massmedia. Toda episteme que se forma sobre el arte es el mismo que se obtiene a partir de su reproducción, toda experiencia estética está mediada por su copia teletécnica. El aura en la “época de su reproductibilidad telemática” también ha sido efecto del trabajo que, sobre la obra de arte, realizaron las vanguardias artísticas, tanto con la desmaterialización del objeto artístico como con el desarrollo de las estéticas negativas, entonces: desarticulación de los antiguos soportes para entablar relaciones de tipo lógico-constructivas; efecto desorientador que se cierne sobre el objeto cotidiano y sobre el objeto artístico; “campos expandidos” de inoculación conceptual. En efecto, el aura ha mudado de lugar, se ha deslocalizado o se ha vuelto ubicua a partir de su reproductibilidad desmedida y de sobrecirculación en los medios masivos de información y comunicación. Tanto la industria como la institución que ha guiado el arte se empeñan en dar seguimiento a esa aura afectada, aquella que bien hubiera gustado Benjamin que desapareciera en beneficio de la transformación de los sistemas de producción. Ahora nos regodeamos en contemplar los restos de un aura, aún no extinta. Si José Luis Brea se esfuerza en señalarnos que el origen del aura ya no se encuentra en aquel “valor de culto” es porque, en la actualidad, está depositado en los medios y en su circulación global e instantánea. Ha sido esta distribución la que ha cambiado la temperatura del aura, antes cálida, ahora fría; antes intensa, ahora tensa, que se verifica en la obra de arte, y en alguno que otro artículo o mercancía. Si el autor de “Las auras frías” se empeña en rescatar dicha aura fatigada, aquel tiempo y espacio únicos elongados “hasta la eternidad” - o puestos en pausa -, es porque aún considera necesaria la existencia de ella - sus alcances y posibilidades -, del sujeto - aunque debilitado o fragmentado - y, a pesar de todo, de aquellos perfiles del fascismo, como formas hastiadas y residuales, que aún subsisten, quizá no con la misma intensidad, pero sí con la misma violencia. Efecto de sobrecirculación (de extrema visión) que recupera la antigua retórica serial y de repetición. Momento de crisis el nuestro para percatarnos y reconocer la posible ejecución del acontecimiento.
Dicha aura no sólo ha cubierto al objeto artístico, sino que, a su vez, se ha cernido sobre todo tipo de mercancías, aquellas “copias originales” que son el móvil de la industria cultural en un acto de sobregirada moralidad. ¿Es “aura” lo que resta o qué es eso que ha desarrollado - ya no eliminado -, en principio, la fotografía y, ahora, la multiplicación mediática? Hay, por lo tanto, un debilitamiento de la otrora función de la fotografía - del lado del documental, la verdad y la presentación - con respecto al auge tecno-informático que prevalece en la actualidad. La irradiación de los modelos-moldes debilita la certeza del reconocimiento de la cual era portadora la fotografía. Habrá que localizar, en todo caso, dónde se deposita el acontecimiento a partir de las fugas tecno-informáticas que debilitan la evidencia fotográfica. Por otro lado, lo que está en riesgo, con la extensión del aura debilitada, es la posibilidad de que seamos “auténticos” productores, transfiguradores de los medios de producción tecnovisuales y de formas escópicas de conocimiento. En su lugar, los medios masivos nos han sumergido en una actitud pasiva y de placebo como iconólatras modernos, espectadores de ídolos puestos ahí para su adoración o, en una inversión radical, en iconoclastas que sustituyen imágenes, una tras otra, conforme la sobreproducción lo demanda y la oferta crece.
Si encausamos el diagnóstico de Benjamin no sólo hacia la repetibilidad, sino a la posibilidad de producir nuevamente la singularidad del acontecimiento, entonces, esta guía nos ayudaría a distinguir el estado de falsa consciencia de la imagen, aquella en la que no se engendra la diferencia, aquella que sólo “es” simulacro: la capacidad de volver a producir el mundo de otra manera, bajo otras guías y otras directrices. De la máquina que reproduce a la máquina que se reproduce, donde el encuentro de dos diferencias lubrican su contacto en el acto mismo de seducción reproductiva. En el caso de la cámara fotográfica, quizá, la máquina engendra algo diferente a sí misma. El aparato no captura el acontecimiento, es ahí donde se produce. La reproducción no significa mera repetición, sino donde la singularidad de lo irrepetible tiene lugar.
Espacio y tiempo únicos reunidos. Presentación de “lo que ha sido”, pero la sospecha aún prevalece ¿Cómo distinguir lo contingente de aquello que ha homogenizado la industria cultural visual? Si Brea reconoce en la reproductibilidad técnica y en las formas de distribución y transmisión de los residuos escópicos el potencial crítico que se puede desprender de éstos, también habría que agregar aquellas des-configuraciones hacia el interior del propio medio. La potencialidad político-subversiva del “defecto técnico” estriba en señalar que, incluso más allá de la fotografía, todo medio técnico (mecánico, eléctrico o informático), es susceptible de una “desconfiguración del programa”, éste puede ser inoculado por el “accidente”, y ahí se hace evidente la singularidad de la técnica, la desmecanización o desautomatización programada. El “error mecánico”, entonces, es una “experiencia única” al interior de la técnica, es la manifestación singular de ella. Un instante que libera, tanto al sujeto como al acontecimiento, de las desgastadas formas raquíticas y arcaicas de la mirada administrada o de la instrumentalización de la mirada.

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Ante este panorama parecía no haber escape para la mirada. Sin embargo, aun en los lugares de la repetición o de la automatización también surgen los lugares para el juego y la libertad, para el accidente y el error. Un primer acercamiento puede ser la desterritorialización de la mirada como una consecuencia del “defecto técnico” que se opone al empobrecimiento de la experiencia provocado por la industria. Despojarla del campo en el que había establecido su instrumentalización es tarea del “error mecánico”, aunque el agotamiento de éste implica el perfeccionamiento de la técnica y del programa del aparato, y por consiguiente la evasión del accidente en tanto posibilidad. El “defecto técnico” se presenta como el estado afectado de la mirada realista; la atrofia visual para producir otra manera de ver. Toda iluminación crea a su vez su propia sombra, pero ahí desde la penumbra se vislumbra tanto como en el momento de resplandor. Éste es el momento en el que se hace manifiesto el “error”. Para Paul Virilio todo desarrollo técnico conlleva la aparición de sus accidentes específicos , en este sentido, cabría preguntarse si el “accidente mecánico” o “defecto técnico” está contemplado desde el programa de la cámara, aunque tal vez su morfología esté dispuesta al azar. Convendría preguntarnos entonces, si el extravío de la técnica que proponemos no será una de las sobradas “falsas necesidades” que develan la supuesta utilidad y eficiencia que promueven la industria y el consumo para el intercambio de mercancías carentes de valor de uso, gasto inútil, energía mal empleada; o la táctica utilizada se aleja de dicha lógica parasitaria para develar el mecanismo del capital tardío y de esta forma “resistir”.
Frente a los hechos expuestos hemos sugerido la idea de formular algunas potencialidades “anópticas” que desprendan el carácter instrumental de la mirada para desentrañar no sólo las cualidades eugenésicas de la imagen, sino también el predominio que ejerce la mirada sobre las demás funciones perceptivas. Nuestro intento ha sido mostrar el camino hacia aquellas formas de irrupción que potencialicen el uso desorientado de la técnica. Si nuestro objetivo es la afectación de la mirada; su deslumbramiento, enceguecimiento u oscurecimiento, entonces nuestra intención no es que la imagen técnica se parezca cada vez más a lo real, sino que se aparte de él para imprimir nuevas formas del mundo. El “defecto técnico” se manifiesta como una posibilidad en contra de la mecanización del acto fotográfico, como postura antagónica a los valores impuestos por la industria y el purismo fotográfico. Por otro lado, si el aparato está destinado a cumplir con el programa para el que fue diseñado, al falsearlo, el programa se somete a la inestabilidad, improbabilidad o a la incalculabilidad del encuentro, ya no sólo es efecto de realidad, sino d-efecto de ella, por tanto, las virtualidades de la cámara oscura se enriquecen. El “error mecánico” es la falla del programa, la constante corrompida, el juego inacabado… La “imperfección” puede ser una de las construcciones improbables en el programa de la cámara, el “defecto técnico” puede ser una incisión en el juego de combinaciones, o puede ser un encuentro incalculable en la disposición de las reglas/secuencias del programa. En todo caso, ahí donde la técnica falla se hace presente el “error”. El mismo principio de oscuridad al interior del programa de la caja negra permite que la “imprecisión técnica” fluya de manera azarosa. El “error” en la técnica, en el procedimiento, en el programa del aparato detona el azar, lo improbable y lo informe.


© AAlejandro Navarrete,
Productor Visual
México, DF, a 25 de octubre de 2005.
Artículo incluido en la publicación del Simposio “Las Nuevas Tecnologías y su inserción en la plástica tradicional”, organizado por la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) y que se llevó a cabo en la Facultad de Arquitectura, UNAM, México, DF (2005)

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